Carnavales y Cuaresma

JOSEBA ARREGI, EL CORREO 06/03/2014

Joseba Arregi
Joseba Arregi

· Sigue la mascarada cuando Jonan Fernández habla del valor de Urkullu al apoyar en Madrid a los mediadores.

Es probable que quienes con más ilusión celebran los Carnavales no sepan que estos están íntimamente unidos a la Cuaresma. Es también probable que no sepan qué es la Cuaresma. Y que tampoco sepan por qué disfrazarse es tan importante en los Carnavales, el porqué de la máscara. El Carnaval es poner en suspenso –por unos días y con permiso de la autoridad, como se diría en otros tiempos– el orden social en sus mismos fundamentos, a los que pertenecen los roles sexuales –de ahí la importancia de que los hombres se vistieran de mujeres cuando los Carnavales no habían perdido todavía su vinculación con su significado–, la conjura del mundo de los animales, la negación y la ocultación de la identidad personal como fruto de los roles y las expectativas sociales, y la negación de la autoridad. De todo ello probablemente no queda más que lo superficial y la ocasión para celebrar lo que no se sabe.

La pérdida de conexión con la tradición que daba sentido a la mayoría de las celebraciones que jalonan el año es una muestra más de la pérdida del sentido de la historia que amenaza a las sociedades actuales: sin pasado y sin futuro, sin proyección temporal e inmersos en un presente eterno, en un ahora que exige la satisfacción inmediata de todos los deseos transformados en derechos. Pero también es probable que la necesidad de vivir el Carnaval según su significado tradicional de subversión de los fundamentos de la realidad social se haya perdido porque la mascarada se ha trasladado a otro ámbito, porque partes importantes de la vida social y política se han convertido en una enorme mascarada.

Ejemplo: la farsa ejecutada por ETA, por los llamados mediadores internacionales y quienes les apoyan, y por los medios. No se puede negar que no haya sido una mascarada perfecta: las expectativas creadas en los medios, los encapuchados que se desarman pero se llevan las armas que han enseñado selladas por ellos mismos, añadiendo a todo ello en una comunicación que lo que prometen para el futuro es más de lo mismo, enseñar, guardar en un cartón, envolverlo con cinta de pintor, sellarlo, y llamar a todo ello desarme verificado. Una mascarada perfecta, en la que se pretende poner patas arriba el poder constituido, la legalidad vigente, transformar en actores de la paz a quienes han traído el terror y el asesinato, un travestismo radical.

Esa mascarada escenificada por ETA es posible porque nos hemos acostumbrado al travestismo semántico que nos han impuesto y que hemos aceptado con tanta facilidad. Porque si antes exigían bilateralidad –yo hago esto y el gobierno hace lo otro– ahora decimos, celebrándolo, que sus decisiones son unilaterales, pero terminamos creyendo que son voluntarias: parece que hemos llegado a creer que ETA cesa voluntariamente en su terror, parece que los presos de ETA

aceptan voluntariamente pasar por las exigencias legales para acceder a los beneficios penitenciarios, parece que se desarman por voluntad propia, cuando en realidad todo lo que hacen es porque el Estado de Derecho no les ha dejado otra salida.

Y sigue el travestismo cuando la política vasca les constituye en actores ahora que ya no pueden condicionar nada –dice el responsable de paz del Gobierno vasco: «que no quede ningún militante, ningún arma, ninguna sigla fuera»–, y cuando la meta de la política gubernamental vasca es la de crear un espacio en el que estén todos dentro, como si el espacio constitucional-estatutario no bastara, como si pudiera existir otro espacio a compartir que no fuera el de los derechos y libertades fundamentales, el de los derechos ciudadanos, el espacio constitucional-estatutario que ya tenemos, pero ante el que actuamos como si no fuera nuestro en una especie de vacío de legitimidad del poder que ejercemos.

Y sigue la mascarada cuando Jonan Fernández nos dice que el lehendakari ha demostrado valor y capacidad de riesgo al acudir a Madrid a apoyar a los mediadores: valor hacía falta para apoyar el Pacto por las libertades y contra el terrorismo, cuando se asumían riesgos defendiendo la Ley de partidos políticos y la ilegalización de Batasuna, cuando se decía en público que era una farsa la teoría del conflicto que justificaba la violencia. Ahora que ETA está acabada (Jonan Fernández) ¿en qué consiste el valor y qué se arriesga? Puro travestismo todo.

Al Carnaval le sigue la Cuaresma, cuarenta días de austeridad, de purificación, como los cuarenta años de los israelitas caminando por el desierto antes de alcanzar la tierra prometida. En ese tiempo de purificación los israelitas cayeron en la tentación de la idolatría, como nosotros ahora caemos en la idolatría de las palabras: no nos sometemos a lo que éstas quieren decir, sino que sometemos a las palabras a que digan lo que nos interesa, como los israelitas no se sometían al Dios que estaba oculto en la nube del monte y preferían fabricar ídolos que pudieran manejar a su antojo.

Cuando la realidad se ha convertido en ficción y en espectáculo no hay ni Carnaval ni Cuaresma. Lo que hay es olvido de algo dicho por el filósofo Levinas: la tierra prometida no es siempre tierra permitida. Moisés no pudo llegar a la tierra prometida y Josué, enviado por Moisés como espía, fue, en palabras del mismo Levinas, el primer ateo, pues puso en duda la promesa de Yahvé: tuvo miedo de la fortaleza, de la envergadura y de las armas de los habitantes de Canaán.

La democracia como Estado de Derecho, cultura constitucional y gestión del pluralismo es el desierto purificador del Sinaí que impone la destrucción de los ídolos sin tener que afirmar la existencia de ningún Yahvé, sabiendo que la tierra prometida no es tierra permitida, que la perfección no existe, que la utopía está prohibida. La democracia vive si no olvida que la entrada en esa tierra prometida está prohibida, como le estaba prohibida a Adán la vuelta al paraíso por el ángel armado que cerraba la entrada.

JOSEBA ARREGI, EL CORREO 06/03/2014