Carta a Albert Camus

La peor dolencia que puede aquejar a los intelectuales es la admiración de la fuerza bruta, sea con los puños o con bombas, pistolas, tanques, misiles� De ese aprecio, no siempre explícito, se han beneficiado Hitler o Stalin, y también ideales más ‘estéticos’ como Che Guevara, Rambo, la CIA, ETA o Al-Qaida. En el fondo de ese culto a los violentos está la cobardía física.

Querido Camus: supongo que puedo llamarle así. Borges se refirió una vez a esos amigos que nos proporciona la lectura y usted es uno de los míos. No tanto como para tomarme familiaridades y tutearle, o llamarle Albert o Bébert o algún otro apelativo cariñoso que exigiría mayor intimidad (creo, por ejemplo, que algunos en la editorial Gallimard se referían a usted como «l’hidalgo») pero suficiente para un «querido Camus». Además usted lleva ya medio siglo muerto y eso me concede ciertas ventajas menores. Nada comparable a la más grande de todas, que usted ya tiene para siempre: aunque como cualquiera temió envejecer, no llegó a conocer nunca la vejez.

Empiezo por asegurarle que le he leído bastante, mucho quizás, a menudo con admiración y cierto deleite, no pocas veces con impaciencia pero siempre con simpatía. Por decírselo de una vez: aprecio su obra, pero le aprecio más a usted. Es una paradoja a la que ya debe de estar acostumbrado. Como escritor no es difícil hallarle obvios defectos entre muchos méritos: a veces suena un poco artificioso su tono lapidario y hay algo a la vez de ingenuo y de hueco en sus concesiones a la declamación moral. Pero sin embargo usted mismo, como figura intelectual y como persona, rebosa encanto hasta para quienes no le conocemos más que por biografía y fotografía. Y nadie ha definido en qué consiste el encanto personal mejor que usted: «Es una manera de oír que nos responden sí antes de haber planteado claramente ninguna pregunta». A usted le dieron frecuentemente ese ‘sí’ que a todo se adelanta y se rinde de antemano, desde su maestro Louis Jourdain en la escuela hasta el jurado del Nobel y muchísimos lectores, por no hablar de tantas mujeres. El físico ayuda, vaya que sí: casi uno ochenta de estatura, ojos verdes y esa cara «a medio camino entre Humphrey Bogart y Fernandel», como dijo usted mismo con gracia.

Eso no quiere decir que sus ideas fuesen populares o aceptadas sin rechistar: todo lo contrario. Casi siempre que tomó postura política se encontró solo, acosado por la izquierda y la derecha más radicales. Incluso hoy, a pesar de que todo el mundo le elogia, continúa habiendo mucho de malentendido en esa unanimidad. Los conservadores y los izquierdistas arrepentidos celebran su crítica temprana del totalitarismo comunista y de los métodos terroristas de cualquier color ideológico, pero en cambio suelen silenciar su denuncia de la explotación capitalista y del colonialismo, de la pena de muerte, de la tortura y de la utilización de armas atómicas, su apoyo a pacifistas e incluso a desertores, etcétera. Le quieren convertir en una especie de ‘nuevo filósofo avant la lettre’, algo que ciertamente usted nunca fue. Más se parece en cambio a George Orwell, de trayectoria biográfica y política similar a la suya (estuvieron a punto de colaborar, junto con André Gide e Ignacio Silone, en un libro colectivo titulado ‘El dios que falló’, sobre la decepción comunista). Lo mismo que Orwell, se negó a razonar la política fuera de parámetros éticos y defendió también su propia forma de ‘common decency’, que es en todo y siempre lo opuesto a la razón de Estado�por muy democrático que sea el Estado.

A mi juicio -basado en la experiencia, porque he conocido a muchos- la peor dolencia que puede aquejar a los intelectuales es la admiración de la fuerza bruta y de quienes la practican sea con los puños o con bombas, pistolas, tanques, misiles� De ese aprecio, no siempre explícito, se han beneficiado no sólo Hitler y Stalin, sino también ideales más ‘estéticos’ como Che Guevara y Rambo, por no mencionar a la CIA, ETA o Al-Qaida. Creo que la razón de ese culto a los violentos con pocos escrúpulos proviene en el fondo de que la mayoría de los intelectuales son físicamente cobardes: audaces y arrogantes ante el ordenador, se ensucian en los pantalones si alguien se les acerca con cara de malas pulgas. Y los físicamente cobardes a nadie envidian y veneran tanto como a los matones. Chesterton, que tenía olfato para estas debilidades, escribió que «la admiración de la brutalidad es la menos viril de las pasiones». Usted, querido Camus, criado en la miseria argelina y educado en el campo de fútbol, nunca tuvo miedo a las patadas y los empellones y por eso tampoco adoró a quienes los dan.

Con frecuencia trato de imaginar lo que usted habría opinado de tal o cual acontecimiento de actualidad. ¡Ojalá pudiésemos contar con un editorial de usted, como los de ‘Combat’, ante los temas cotidianos que más nos preocupan! No es difícil adivinar que no habría sido usted partidario de la represión de disidentes en Cuba, ni de la cárcel de Guantánamo, ni de la política de los países europeos ante la inmigración, ni de muchas de las iniciativas de ese presidente Sarkozy que quiere ahora entronizarle en el panteón parisino. Pero sólo son conjeturas. Sin embargo, una de ellas me emocionó cuando la oí. Fue hace años, en un encuentro sobre la actualidad de su obra organizado por el Centro Pompidou. Yo hablé de sus reflexiones sobre -contra- el terrorismo y aproveché para contar lo que hacían en el País Vasco los movimientos cívicos opuestos a ETA. Al terminar se me acercó su hija Catherine (la misma que, con doce años, cuando usted recibió el Nobel, le preguntó si también había un Nobel para los acróbatas) y me dijo: «Si mi padre viviese, apoyaría a Basta Ya».

Gracias y hasta siempre, querido Camus.

Fernando Savater, EL CORREO, 22/2/2010