Casandra

ABC 08/02/15
JON JUARISTI

· La extrema izquierda acierta al constatar verdades de Perogrullo, como la ruptura de los consensos básicos

Alos cuarenta años de la restauración de la Monarquía y algo menos de la promulgación de la Constitución todavía vigente, el régimen parecía estar en plena crisis terminal. El bipartidismo, que había asegurado hasta entonces el normal funcionamiento del sistema, sucumbía ante la presencia de nuevas fuerzas que iban adquiriendo creciente representación parlamentaria. No pocas se proclamaban abiertamente republicanas y casi todas ellas renegaban de la vieja política. El PSOE, que se había definido durante todo el período constitucional como accidentalista, mostraba ahora una alarmante tendencia a entenderse con el republicanismo más extremo y templaba gaitas con el catalanismo rampante, que reclamaba el derecho de Cataluña a decidir su relación con España (en el País Vasco, sin embargo, los socialistas permanecían enfrentados tanto con los nacionalistas sedicentemente moderados como con los independentistas radicales, que no habían renunciado a su retórica secesionista y violenta). Comenzaba a preocupar mucho, tanto a los partidos de derecha como a los de la izquierda democrática, la aparición de una extrema izquierda dispuesta a tomar el poder por cualquier medio, más o menos apoyada por regímenes revolucionarios extranjeros, y que día tras día incrementaba sus filas con los desengañados del reformismo. La estrella mediática del momento se llamaba Pablo Iglesias.

Me refiero, claro está, a los últimos tiempos de la Restauración, desde 1917 hasta el golpe del general Primo de Rivera, que puso fin al período constitucional iniciado en 1876. Conviene observar que la crisis final de la Restauración coincidió con una coyuntura de recuperación económica, tras la recesión de la primera década del siglo XX. La neutralidad durante la Gran Guerra permitió a las empresas españolas hacer magníficos negocios con los países contendientes y reactivar sectores productivos –como la minería y la siderurgia– que acababan de atravesar una fase pésima. Los salarios subieron, lo que no impidió la reanudación, en 1917, de las huelgas generales, ni el nacimiento del Partido Comunista ni la relativa bolchevización sindical. Y es que la prosperidad repentina modera a los más favorecidos pero produce resentimiento entre los que no la disfrutan o lo hacen en muy pequeña medida. Pedir paciencia a éstos resulta sencillamente estúpido (a efectos electorales, suicida) y tratar de asustarlos con ejemplos venezolanos o griegos, también, porque la convicción de haber entrado en un ciclo económico favorable reduce la sensación de riesgo asociada con las rupturas. El crecimiento alienta las revoluciones políticas; las crisis y los frenazos, por el contrario, invitan a la prudencia y a la moderación.

Si la extrema izquierda amplía su base electoral es porque, en los períodos de expansión, la gente prefiere las propuestas políticas nuevas –incluso rupturales– a las aburridas obviedades de la economía, por muy optimistas que sean. Por eso es falso que la carencia de programa económico equivalga a la falta absoluta de ideas y proyecto. La extrema izquierda tiene ideas (atroces, pero ideas) y, desde luego, un proyecto muy claro: abrir un nuevo proceso constituyente. Algo que deberían haber hecho los dos principales partidos constitucionalistas cuando todavía eran grandes partidos. Ahora es tarde, aunque quizá no demasiado. Y es que la extrema izquierda tiene razón cuando dice que los consensos básicos se han roto, pero no porque lo diga la extrema izquierda. Otros lo venimos diciendo mucho antes que ellos, y se nos ha tratado como a puñeteras casandras. Bastaba con parcheos, decían. Pues mira.