Cataluña y los hombres del traje gris

EL CORREO 02/11/14
JAVIER ZARZALEJOS

· Artur Mas no es una pieza en manos de un destino que le es ajeno, sino el artífice del proceso de autodestrucción de su partido

Los ‘hombres del traje gris’ son una institución en la política británica. Constituyen en los partidos, particularmente en el Partido Conservador, una suerte de núcleo duro de personalidades de escaso perfil público pero inequívocamente respetadas dentro de sus organizaciones. Tienen edad y experiencia, lo que les sitúa en una posición privilegiada para considerar los acontecimientos dentro de ciclos largos. Carecen de intereses personales directos en la política pero se sienten responsables de preservar como depositarios leales el patrimonio que representa su partido, su trayectoria histórica y su permanencia. La visita de los hombres del traje gris es el momento temido por todo primer ministro porque son ellos los primeros encargados de hacerles ver que han superado su fecha de caducidad, que su liderazgo ya no da mas de sí y que ha llegado la hora del relevo por el bien del partido. Luego viene todo lo demás pero la ejecución, con inevitables dosis de crueldad, corresponde a este grupo de notables que tienen encomendada la garantía de continuidad del partido y la posición de éste en el sistema institucional. Son reconocidos como los intérpretes auténticos del pulso de su organización y actúan en consecuencia.

Hace ahora 24 años de la más celebre ejecución perpetrada por los hombres del traje gris del Partido Conservador. Su víctima fue ni más ni menos que Margaret Thatcher, una de las grandes personalidades políticas del siglo pasado y la líder conservadora más carismática y transformadora desde Winston Churchill.

Y sin embargo, la que luego sería baronesa Thatcher tuvo que afrontar, con la amargura que ella misma confesó, el final de su extraordinaria carrera política, once años después de alcanzar el poder derrotando al laborismo del «invierno del descontento» y el marasmo social, del desarme unilateral frente a la Unión Soviética y el delirio intervencionista. A Thatcher le dijeron que había llegado el momento de dejarlo. Las consecuencias están abiertas al debate. Lo que es un hecho es que el sucesor de Thatcher, John Major, en 1992 ganó un nuevo mandato para los conservadores contra todo pronóstico.

Artur Mas tiene suerte de no haber nacido inglés –o escocés si lo prefiere– en sus actuales ocupaciones. Pero su partido, Cataluña y la estabilidad de España en su conjunto, tienen la desgracia de no contar con esos hombres del traje gris, capaces de leer las situaciones con lucidez y dispuestos a evitar, por doloroso que resulte, que un líder conduzca al abismo a su partido y que una vez en el borde, los dos, líder y partido, salten al vacío pidiendo el aplauso por convertir el suicidio en un rito sacrificial de patriotismo.

Ya sabemos que el nacionalismo catalán no quería. Que en realidad esta crisis se la ha buscado el PP por recurrir un estatuto de autonomía que hasta sus promotores –léase lo que dice al respecto Pasqual Maragall en sus memorias– sabían que era inconstitucional. Luego, Rajoy tampoco fue sensible a la advertencia de Mas de que se atuviese a las consecuencias de rechazar la exigencia de pacto fiscal que le formuló en la misma Moncloa. El caso es que el nacionalismo –siempre inocente hasta de serlo– cree encontrar en Mas su intérprete y es éste quien decide consulta, preguntas, fecha y opciones ‘astutas’ para descolocar al Estado que representa en Cataluña al que previamente ha declarado, literalmente, enemigo.

Lo extraordinario en estas circunstancias es que, ya sea en Madrid, ya sea Barcelona, se reclame sin ninguna cautela del presidente del Gobierno que mueva ficha, que active el diálogo, que actúe para evitar el choque de trenes, con estas o cualquier otra de las cargantes expresiones sacadas del repertorio al que se recurre cada vez que a nuestros nacionalismos les da por ponerse insurreccionales.

Produce cierto asombro que se pida al presidente del Gobierno –cualquiera que fuera este– que siga reconociendo a Mas como interlocutor político para tratar nada menos que de la estructura constitucional de un Estado al que define como enemigo. Los actos tienen consecuencias y esta disociación entre unos y otras, típica del nacionalismo, es simplemente la antítesis de la responsabilidad que tanto se pide en medio del actual clima de tensión generada en Cataluña. Lo formulaba Mariano Rajoy esta misma semana en el Senado al preguntar a su interpelante, el ex-Honorable Montilla: «¿Qué hay que dar al que convoca un referéndum ilegal?»

Es comprensible que haya quien se resista a la evidencia de que Artur Mas es un político irrecuperable para la interlocución. Por mucho que lo intente, Mas no es una pieza en manos de un destino que le es ajeno, sino el artífice consciente de un proceso de autodestrucción de su partido, de desafío a los elementos básicos del orden constitucional, y de la fractura en Cataluña que se proyectará por mucho tiempo en un futuro de estériles acritudes.

Con los hombres del traje gris esto no habría pasado. Desde hace tiempo a Mas se le habría hecho saber que hasta aquí había llegado el intento y que su aventura, por patriótica que fuera, no podía disfrutarse al precio de destruir al partido. En eso, el PNV –donde habita lo más parecido en España a los hombres del traje gris– podría haber aportado alguna enseñanza útil a sus correspondientes catalanes. Pero no, Convergencia no tiene hombres de traje gris dentro y los que se creía que estaban fuera –eterna esperanza frustrada de la Cataluña mesocrática– simplemente no han comparecido.