Cien años de Sabino

Lo que Arana predicó no era una ideología, sino una fe.

«SALVAR A nuestros hermanos, he ahí el único y verdadero fin del nacionalismo», escribía Sabino Arana en un artículo sobre la supuesta invasión de Euskeria por los españoles. Salvar a nuestros hermanos, a nuestra familia, a nuestra patria: ningún otro discurso político se ha construido de manera tan reiterada sobre un propósito de salvación escatológica como el del nacionalismo vasco. Porque cuando Arana hablaba de salvar a los hermanos y a la patria, no se refería a una salvación terrenal, de su lengua, su historia, sino a la salvación eterna. Para el hombre sólo una cosa importa, decía: la salvación del alma. De nada aprovecharía todo lo demás, su bella y antigua lengua, sus ancestrales instituciones, si al final pierde su alma.

Se ha destacado, con razón, el lugar de la religión católica en la ideología del primer nacionalismo vasco. Sin duda, así es, pero lo que Arana predicó no era una ideología, sino una fe: la religión no era uno de los elementos de su nacionalismo, sino que su nacionalismo era una religión; más exactamente, una religión construida sobre un mito de salvación: que Euskeria había pecado contra Dios al tratar con españoles, y que, si pretendía salvarse, debía conocer su pecado, arrepentirse, convertirse a la verdad revelada y emprender el camino de salvación que consistía en expulsar a los extranjeros para conservar el ser primigenio de la raza, salida directamente de las manos de Dios y animada desde las cumbres de las montañas con el aliento divino.

Una religión de salvación entraña que todas las piezas, desde la persona del fundador, encajen como parte de un relato salvífico. Sabino Arana, descarriado también, como su pueblo, hijo de carlista y él mismo carlista en su juventud, recibe de pronto, un domingo de Resurrección, la iluminación de lo alto. Desde ese momento, la fuerza de su palabra estará siempre vinculada a lo ocurrido a su persona, a una conversión. Y como toda conversión, la suya es un acontecimiento que marca un origen, el fundamento de una nueva fe. Sabino, oscuro bizkaino, sencillo hijo de Bizkaia, como gustaba de presentarse, era de la especie de quienes han oído la palabra de Dios.

A partir de ese acontecimiento, Sabino se tiene como un resucitado, alguien que ha vuelto a la vida y ha emprendido el duro pero exaltante camino de los conversos: predicar a otros la buena nueva que en él ya se ha realizado. Ha levantado su corazón a Dios, «de Bizkaia eterno señor», y ha ofrecido cuanto es y tiene en apoyo de la restauración de su patria jurando trabajar en tal sentido con todas sus débiles fuerzas. Nada le hará desfallecer, ni que su mensaje sea aplaudido, ni que sea rechazado. Él es depositario de una verdad que ha iluminado de repente toda su vida: «y el lema Jaungoikua eta Legizarra iluminó mi mente y absorbió mi atención y se grabó en mi corazón para nunca borrarse».

El mensaje recibido y que, por mandato divino, debe sembrar entre su pueblo es, como su propia persona, un mensaje profético, una llamada perentoria a la conversión: aquellos que lo reciban, vizcaínos, euskerios, comprenderán que viven en pecado, que marchan por un camino extraviado que los aleja de Dios y que deben rectificar; un camino «liberal y españolista». Por eso, su grito, después de excitar a su pueblo para que despierte, abra los ojos a la historia, se conozca y se arrepienta, consiste en romper todos los vínculos que unen a España y Euskaria, condición inexcusable para la salvación del pueblo vasco, como lo fue para su propia resurrección.

Cien años después de su muerte, Sabino cabalga de nuevo. Quien desee comprobar el vigor de su presencia no tiene más que leer el manifiesto -o lo que sea- publicado por el PNV el domingo de Resurrección de 2003, que nos devuelve a Sabino en todo su esplendor guerrero, como un Josué conduciendo a su pueblo hacia la tierra prometida. ¿Construyendo con el pico en una mano y la espada en la otra? Repasen la historia: lo que hizo Josué fue entregar Jericó al anatema de Yavé, Dios de Israel: «Apoderáronse de la ciudad, dieron al anatema cuanto en ella había y al filo de la espada a hombres y mujeres, niños y viejos, bueyes, ovejas y asnos (y) quemaron la ciudad con todo cuanto en ella había». Ya se entiende la nostalgia de guerra que cada domingo de Resurrección embarga a los jerifaltes del nacionalismo vasco, hijos legítimos no ya de aquel converso que fue Sabino Arana, sino de Josué, que después de arrasar Jericó juró diciendo: «Maldito de Yavé quien se ponga a reedificar esta ciudad».

Santos Juliá, EL PAÍS/DOMINGO, 27/4/2003