Cuestión de sastería

ABC 08/12/13
IGNACIO CAMACHO

· El traje constitucional está gastado pero no inservible, y si alguien quiere uno nuevo no puede ser a su exclusiva medida

El debate sobre la reforma de la Constitución es un clásico… del puente de la Constitución, como el alumbrado de Navidad, la inauguración de los belenes o las colas en los puestos de lotería. Para festejar el cumpleaños de la Carta Magna no se nos ocurre nada mejor que decirle que está muy vieja porque en la muy novelera sociedad española, tan aficionada al
zapping histórico, treinta y cinco años son suficientes para convertirse en un carcamal al que como poco hay que inyectarle bótox político. Algún día, tal vez no lejano, acabaremos reformándola pero eso no cerrará la cuestión por la sencilla razón de que la democracia, como régimen de opinión pública que es, siempre está abierta al debate sobre sí misma. Y porque como apunta el filósofo Javier Gomá siempre es más fácil creer que los problemas de convivencia se solucionan reformando las leyes antes que los comportamientos ciudadanos o la ética pública.
Será difícil, sin embargo, reunir un consenso como el del 78, que fue posible porque casi todos entendieron que era mejor tener una Constitución imperfecta –en realidad todas lo son– que ninguna. En un país donde todo el mundo tiene en la cabeza su propia selección de fútbol y su modelo constitucional fue una hazaña encontrar un proyecto compartido. Aquel momento fundacional posibilitó las cesiones mutuas para construir un texto integrador cuya virtud esencial fue la de no haberse escrito contra nadie. Muchos de los que ahora lo cuestionan, en especial los nacionalistas, lo hacen porque ellos mismos se han salido de las bases de ese pacto, que ha durado bastante pero habría podido durar aún más sin deslealtades.
Es muy probable, pues, que la próxima reforma no tenga el mismo apoyo. Ni dentro del Parlamento ni fuera, porque también se ha aflojado el vínculo de representatividad y muchos sectores sociales se sienten distanciados de los agentes políticos, que han perdido capacidad prescriptiva. La ventaja de un proceso reformista es que ya no parte de cero, que si no se alcanza un acuerdo amplio sigue valiendo la norma vigente, y ése es el factor que deben hacer valer los dos grandes partidos que aún articulan, mal que bien, la política española. El traje está gastado pero no inservible y si alguien quiere uno nuevo no puede ser a su exclusiva medida; tiene que servir para la misma gente que el anterior o nos apañamos con el antiguo. El problema es que los sastres de ahora son menos competentes que los de la Transición y que la tela es de peor calidad porque en el mercado faltan texturas generosas y responsables.
Pero se puede hacer, sí. Hilando con cuidado, eligiendo bien los tiempos y definiendo con claridad desde el principio el alcance de los cambios. Lo peor que podría suceder es que deshilvanáramos la prenda a tijeretazos para dejarla abierta, sin un patrón sobre el que reconstruirla, con el forro y las costuras al aire.