Supersticiones

ABC 08/12/13
JON JUARISTI

· Mandela intuyó que tanto el racismo de los opresores como el revanchismo de los oprimidos emanaban de la superstición

Sin duda, Nelson Mandela ha sido uno de los más grandes tipos de la época contemporánea. Recuerdo que, cuando leí sus artículos y discursos, me extrañaron sus reiterados ataques a la superstición, como si ese fuera uno de los problemas fundamentales de Sudáfrica, equiparable a la miseria y al apartheid. Me pareció que exageraba su importancia. Pero yo entonces creía que la historia se movía solamente por causas económicas, como lo creían antaño los marxistas, y hoy lo cree la derecha poscristiana.
Mandela tenía razón. En el fondo, todos los problemas de Sudáfrica partían de la superstición: la creencia en la superioridad natural de los blancos era una superstición avalada por Aristóteles, y el afán de revancha de la mayoría negra se basaba en una superstición aún más arcaica y extendida, la de que una buena venganza compensa las injusticias sufridas y restaura el orden natural.
Mandela pensaba que las supersticiones empantanarían al país en una guerra civil infinita y que se debían buscar soluciones racionales. La igualdad ante la ley es racional y la democracia es racional. Si para conseguirlas era necesario el perdón, entonces también el perdón es racional, o, cuando menos, razonable.
Pero el perdón requería una identificación previa de la deuda y del deudor. Mandela no identificó nunca el perdón con el olvido, lo que, según los casos, no es más que otra superstición, piadosa o insidiosa, pero siempre abyecta. El deudor era el régimen del apartheid, el Estado criminal de los racistas blancos, y el acreedor a la reparación, la población negra, víctima de la opresión política y de la violencia del Estado. La mera desaparición del apartheid no resultaba suficiente para otorgar el perdón a quienes lo habían mantenido. Las víctimas tenían derecho a un resarcimiento racional, y para ello, había que esclarecer jurídicamente los crímenes. Era necesario que la responsabilidad de los culpables fuera evidente y toda la nación pudiera hacer el duelo previo a su refundación: unos, a través de la vergüenza y el arrepentimiento; otros, ayudados por el reconocimiento de las injusticias cometidas en sus personas o en las de los suyos y por la reprobación oficial de sus responsables.
A la hora de instar al perdón, Mandela recurrió a su propia ejemplaridad. Perdonó a quienes lo habían perseguido, torturado y encarcelado durante tres décadas. Su actitud personal fue decisiva para que la mayoría negra consintiera en renunciar a la venganza. Demostró una estricta coherencia con lo que preconizaba en sus escritos y discursos: la necesidad de liberarse de la superstición. En eso, sobre todo, consistió su ejemplaridad pública. Porque Mandela no había sido un pacifista, ni un predicador de la no violencia. Por el contrario, fue el líder y el ideólogo de una insurrección armada. No dudó en comenzar una guerra civil, pero, al contrario que todos los demás promotores de guerras civiles, supo terminarla con una auténtica reconciliación.
Por lo demás, no fue precisamente un santo. Se equivocó muchas veces. De forma trágica cuando trató de resolver por la fuerza la disensión federalista del movimiento zulú Inkatha, dando así la última de sus bazas al gobierno del apartheid, y se pasó de permisivo con las corruptelas y los crímenes de su mujer, Winnie, de la que no se separó hasta 1994, justo antes de presentarse a las elecciones presidenciales. Sin embargo, su intuición de que sólo la disposición al perdón permitiría lograr una paz compatible con la democracia fue una de las pocas muestras de verdadera genialidad política en el terrible siglo XX. Lo dicho, un gran tipo.