Dadá

JON JUARISTI – ABC – 14/02/16

Jon Juaristi
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· Los manifiestos dadaístas de 1916 a 1918 constituyeron el programa oculto del leninismo.

Hace cien años, el 5 de febrero de 1916, se inauguró en el número 1 de la Spiegelgasse de Zúrich el Cabaret Voltaire, fruto de la asociación de un desertor bávaro vinculado a los expresionistas del DerBlaueReiter, Hugo Ball, con un tabernero suizo. Nacía así, al calor de la Gran Guerra pero lejos de los frentes de batalla, el movimiento dadaísta, la más radical de las vanguardias artísticas europeas. Varios de los integrantes del grupo fundacional, además de Ball, se disputaron la paternidad del movimiento, que acaudillaría –tras la vuelta de aquel al seno de la Iglesia católica en 1920– el rumano Tristan Tzara.

El origen de Dadá (del movimiento y del nombre) es lo de menos. Como afirmaría una de sus últimos supervivientes, Claire Studer (Claire Goll, por su matrimonio con Yvan Goll), no se decidirían a autodenominarse dadaístas hasta su encuentro y alianza con los surrealistas franceses, ya después de la contienda. La propia Studer los describe, incluyéndose ella misma, como un puñado de pusilánimes cantamañanas que se acogieron a la neutralidad suiza. Ninguno de ellos brilló más allá de la Segunda Guerra Mundial, al contrario de lo que sucedió con los surrealistas. Tzara se afilió al PCF y terminó sus días vendiendo L’Humanité por Montmartre.

Una poetisa dadaísta de mayor calado (aunque no mucho, se mire por donde se mire), Else Lasker-Schüler, que sobrevivió al Holocausto, emigró a Israel, donde nadie le haría el menor caso (para colmo, escribía sólo en alemán). Pero en los años finales de la Gran Guerra y durante su resaca revolucionaria metieron algún ruido. Su lenguaje deliberadamente repulsivo, su coprolalia y atroz exaltación retórica de la violencia y del crimen contagiaron a los surrealistas (de ellos tomó Dalí su afición a lo excrementicio). Con todo, un aspecto fundamental de la historia del dadaísmo pasó desapercibido hasta que un historiador de las vanguardias, Dominique Noguez, lo sacó a la luz en un ensayo de 2008: la relación entre Dadá y el bolchevismo.

En su Lenin-Dadá (edición española en Península, 2009), Noguez muestra, de modo bastante más que conjetural, cómo los contactos de Lenin con los dadaístas del Cabaret Voltaire no se limitaron a inocentes partidas de ajedrez jugadas con Tzara o con Hans Arp entre febrero de 1916 y febrero de 1917, o sea, entre la inauguración del Cabaret Voltaire y la revolución de los mencheviques, todo un año en el que Lenin, su mujer (Nadia Krupskaia) y su secretaria y amante (Inés Armand) residieron en Zúrich, en el número 14 de la Spiegelgasse.

Noguez sostiene que Lenin formó parte del grupo fundacional del dadaísmo y que no es en absoluto casual la coincidencia de la exhortación de Tzara al exterminio de la humanidad y a la destrucción de todo orden en el manifiesto de 1918 con las grandes matanzas bolcheviques del período 1918-1920 (un millón y medio de asesinados, calculando por lo bajo), que se inauguraron con el exterminio típicamente dadaísta de la familia real rusa en Ekaterimburgo. En clave divertida (pues «la dialéctica es una máquina divertida», según Dadá, tan divertida o más que la guillotina), los manifiestos dadaístas de 1916 a 1919 constituyeron una suerte de programa oculto del bolchevismo, el MeinKampf de un Lenin cachondo y lúdico, que amaba los disfraces, el terror y el humor nihilista. Vladimir Illich Ulianov, alias Lenin: ese sí que firmó a destajo sentencias de muerte, y además partiéndose de risa, no como otros.

¿A que no adivinan de dónde tomaron los chekistas españoles su afición titiritera a las violaciones y asesinatos de monjitas, esas actividades tan culturales y vanguardistas?

JON JUARISTI – ABC – 14/02/16