Demasiadas voces y demasiadas veces

El terrorismo no es sólo un instrumento para la obtención de un fin, sino una forma de vida, una concepción de la propia libertad que incluye la abolición de la existencia ajena. ¿Importa en nombre de qué se mata? Sólo en España: sólo donde las «motivaciones» se distinguen cuidadosamente de los «métodos» para hacerse universalmente respetables e infatigablemente negociables.

Prólogo del libro ‘Vidas rotas’

La historia más reciente, la historia de la recuperación de unas instituciones democráticas y una conciencia cívica basada en el ejercicio de la libertad, ha coincidido en España con la actividad terrorista. Ningún otro lugar de Europa ha compartido nuestra desgracia de contar, al mismo tiempo, con los actos criminales. Ningún otro lugar ha estado dispuesto, desde luego, a sumar a las acciones criminales la infamia de un discurso de justificación, que convierte a los asesinos en la encarnación de una Causa. Nadie señala, en ningún otro lugar, ni siquiera en el modo atenuado en que se hace en ciertos discursos oficiales, que tales individuos expresan una realidad nacional, ni que a través de ellos se manifiesta la voluntad de un pueblo.

Se dirá que nadie lo dice tampoco aquí. Se dirá que la condena es unánime. Dejemos fuera de esa unanimidad a quienes nunca han rechazado la violencia. Pero ¿por qué no dejar fuera de ese consenso cívico también a quienes permite que el terrorismo sea una deficiencia de nuestra democracia, en lugar de ser lo opuesto a la democracia? Demasiadas voces y demasiadas veces, quienes se llaman nacionalistas democráticos acompañan su condena con una inmediata reticencia por las medidas legales que se toman para evitar el desarrollo de las redes de los criminales, para expulsar de las instituciones a quienes les justifican, para evitar el insulto supremo de que sus amigos reciban un sueldo que procede de los propios bolsillos de las víctimas. Demasiadas voces y demasiadas veces, esos mismos portavoces nacionalistas acaban señalando el estado de excepción nacional en que se encuentra España, su etapa de provisionalidad constante, su existencia líquida, contingente, virtual, su carácter de mero acuerdo entre partes con un ligero parentesco histórico. Un acuerdo que es, además, tan poco satisfactorio como para dedicar un desproporcionado volumen de sus energías políticas a denunciar el simple hecho de vivir en la misma nación, de disponer del mismo marco político, de ser, en definitiva, españoles iguales en una nación de ciudadanos. Poco puede extrañarnos ese juego de condena «contextualizada», cuando la defensa del carácter onírico o forzoso de nuestra coexistencia es la razón de ser misma de fuerzas políticas que no representan a una parte de quienes habitan en España, sino que dicen ser la representación de una parte entera de territorios que no se consideran España. Poco puede sorprendernos ese fariseísmo, cuando se predica una atroz inexistencia de soberanía que precisa de un continuo estado de negociación entre las instituciones artificiales y los pueblos históricos.

Quizá sin la normalización de esta tensión permanente no podría comprenderse la dejación de funciones culturales de un Gobierno entre cuyas tareas se encuentra la de no poner en duda la base de su propia legitimidad, ni la de aceptar que su acceso y permanencia en el poder se sostenga sobre el constante reconocimiento de la «parte de razón» que tienen quienes siempre se han considerado portadores de la razón entera. No de la suya como partidos o como individuos, sino de la razón que emana, misteriosa y místicamente, del territorio al que dicen representar de una forma auténtica. En esas condiciones de permanente «disposición al diálogo», se manifiesta una farsante endeblez ideológica que transmite a la ciudadanía una carencia de seguridad en las propias posiciones. Porque lo que se ha llevado a los españoles no es la tolerancia, sino la carencia de identidad. El respeto a las ideas ajenas siempre supone las ideas propias. En cambio, los nacionalistas vascos y catalanes saben perfectamente lo que tienen que aparentar: la representación de naciones conscientes y orgullosas de sí mismas, seguras de su estatuto de soberanía, dispuestas a una dinámica de exigencias que concluya en la conquista de un Estado propio.

La misma estética del diálogo ha incluido una progresiva decantación hacia la definición de la violencia de ETA como algo que debía tener algún campo de negociación, aunque fuera a través de aliados del Gobierno con los que no se ha roto después de que hayan participado en contactos directos con la banda. Así lo ha exigido un sector de la población inclinada a normalizar el sintagma conflicto vasco, eufemismo trágico del puro y simple asesinato. La frase «ustedes que pueden, negocien», leída en el comunicado final de la manifestación de Barcelona tras el asesinato de Ernest Lluch, confirma rotundamente la propagación de la cultura del diálogo también al ámbito del terrorismo, desdeñando el progresivo ahogamiento de ETA, su marginación de las instituciones, la posibilidad de su asfixia financiera y la eficiente tarea policial. Al mismo tiempo, proliferan las alusiones al «modelo irlandés» y nunca se habla del modelo italiano —que podría resultar mucho más parecido a lo que tratamos aquí—, cuando todas las fuerzas del arco parlamentario, desde el Movimiento Social Italiano (MSI) hasta el Partido Comunista (PCI) cerraron filas entre 1969 y 1980, negándose a cualquier tipo de consideración política de los trescientos cincuenta asesinatos cometidos por la extrema derecha o la extrema izquierda.

Por el contrario, lo que se ha hecho aquí es abrir una y otra vez un debate que, si no puede darse por cerrado mientras existan personas que impugnen la existencia de la nación española, quizá debería darse por zanjado por aquellos que tienen los medios y la obligación de protegerla.

Lo paradójico es que el temor a herir susceptibilidades ha tenido un efecto contrario: alimentar la sensibilidad de un espacio que está ahora en condiciones de movilizar a muchas más personas y de disponer de muchos más recursos para expresar la insoportable levedad de nuestra convivencia y la intolerable realidad de nuestra existencia como nación.

Siempre he pensado que una débil nacionalización cívica, que la escasa densidad de creerse parte de cualquiera de las naciones de Europa, podría conducir a algo más que al terrorismo: llevaría, de inmediato, a una atmósfera de relativización nacional que acabaría por convertir el crimen en un asunto político, en un problema cuya responsabilidad pasa a caer en quienes gobiernan una nación mal definida. Se produciría un desplazamiento que alteraría el conjunto de la cultura política de un país, convirtiendo en un asunto central de sus preocupaciones lo que, hasta el tiempo en que flaqueó la conciencia nacional de sus gobernantes, de sus intelectuales, de sus educadores, habría sido una cuestión de minorías insatisfechas. La inmensa virtud de las víctimas es la de haber unido, por momentos, a quienes condenan el acto que les arrebata la existencia o les lleva a una existencia de sufrimiento. Mas sabemos hasta qué punto existe o no una posición homogénea en lo que debería ser tan elemental en España como lo ha sido cuando el terrorismo ha golpeado cualquier lugar de nuestro entorno.

¿Puede resultarnos sorprendente el distinto énfasis que se observa a la hora de condenar el crimen, cuando la unidad efímera ante los despojos de las víctimas da paso a la adjudicación de culpas lanzadas contra quienes «se empeñan» en no ceder ante las reivindicaciones en cuyo nombre se ha ejercido la violencia? Sin que, claro está, nadie parezca comprender que el terrorismo no es solo un instrumento destinado a la obtención de un fin, sino una forma de vida, una concepción de la propia libertad de acción que incluye la abolición de la existencia que se considera ajena. ¿Importa en nombre de qué se mata? Solo en España: solo donde esas «motivaciones» se distinguen cuidadosamente de los «métodos» para hacerse universalmente respetables e infatigablemente negociables.

Quienes condenamos sin tales escrúpulos el terrorismo denunciamos un error de planteamiento que, ciertamente, ha ayudado a lo último que deseábamos hacer: el envilecimiento de las víctimas y la humanización de los asesinos. Nos hemos acercado al lugar del crimen y hemos declarado como un factor que lo agravaba el carácter «inocente» de la persona que ha sido asesinada. En su sentido literal, la inocencia es obvia, pero en el contexto de la declaración política que realizamos, tal inocencia pasa a identificarse con la casualidad. Recordemos cuántas veces nos hemos referido a la matanza indiscriminada, a quien muere por encontrarse en el lugar inoportuno.

En ese grito frente a la determinación de la tragedia, frente al curso impasible de los hechos, existe una deformación de las víctimas y de los asesinos que conviene destacar. Deseando agravar nuestra condena al hablar de la arbitrariedad del asesino, acabamos por elevar la categoría de quien mata. La víctima no es una circunstancia en la vida del terrorista. La víctima no es objeto que se encuentra a disposición de un sujeto libre. La víctima no ha elegido serlo, no ha escogido su propia muerte: ni el lugar ni el momento. Esa persona que muere es un ser vivo, un hombre o una mujer dotados de inteligencia, de dignidad, de carácter irrepetible. No seremos nosotros quienes deshumanicemos a la víctima otorgándole protagonismo y conciencia, voluntad e individualidad solamente en el momento en que su vida acaba, o inscribiéndola en ese no-lugar moral que es la casualidad que le hizo estar en el sitio y en el momento inadecuados.

Porque se trata de personas concretas, que gozaban de su existencia única y que fueron escogidas por el asesino. En el momento en que se convierten en víctimas, nada hay de dejación de libertad en su sacrificio, sino de defensa de la vida misma, del sentido de la decencia y de la convicción de ser personas libres. De no haberlo sido, su muerte habría carecido de sentido, no solo para nosotros, sino para la repugnante lógica del criminal. Su muerte tiene un significado y no reconocerlo es añadir una segunda muerte que atañe al juicio moral y político de lo que condenamos. Lo que ha guiado la mano del terrorista no es el azar, sino la necesidad. En los actos que han ido tendiendo la trampa mortal que culmina segando la vida, el asesino no desea matar a un ser concreto, sino a una abstracción. Sus víctimas son aquellos que no son sus compatriotas: es decir, quienes no han querido compartir su hábitat delirante, quienes han adquirido la condición de extranjeros por no querer ser ciudadanos de una nación de pesadilla. El verdugo desea que ese país tenebroso se exprese a través de la muerte, que su voz suene a disparo y su tiempo permanezca en la agonía de quien ha sido declarado «extraño». Sin embargo, la víctima es la sustancia: el terrorista, el accidente. La víctima no ha deseado morir, pero las circunstancias de una muerte violenta no le arrebatan un ápice de su elección del modo en que deseaba seguir vivo.

¿Consideraremos que, por la más extraña de las paradojas, el criminal da vida a la víctima a la que mata, simplemente porque esa persona pasa a adquirir una consistencia pública, una concreción que nos hace conocerla? ¿Dejaremos que esa muerte sea un hecho accidental para la víctima y un acto de voluntad para el criminal, sin comprender que la calidad verdadera de nuestras víctimas es haber querido ser españoles? Y españoles como debe entenderse hoy esa palabra: ciudadanos de un país plural, libre, votantes de la derecha o de la izquierda, empresarios u obreros, guardianes del orden público, intelectuales o amas de casa, residentes en cualquier punto del país. Pero, en todos los casos, miembros de esa comunidad nacional en la que todos podemos ser víctimas y en la que los que ya lo han sido murieron, en muchas ocasiones, explicitando su compromiso con el porvenir en libertad de España o, sencillamente, afirmando la vida, negando el carácter abstracto, la fragilidad personal, la carencia de firmeza cívica que esperaba el asesino.

En eso reside no solo el mejor homenaje a las víctimas, sino su verdadera identificación. Decía el poeta Dylan Thomas, al escribir sobre una muchacha fallecida en un bombardeo de Londres, que tras la primera muerte no hay ninguna. ¿Pondremos nosotros una segunda muerte, que consistiría en señalar la carencia de individualidad de la persona asesinada, el carácter intercambiable del lugar que ocupa, lo casual de su sacrificio, como si su muerte no se debiera a ninguna razón, que no es la que cree tener el asesino, sino la que tienen quienes han sido sus víctimas?

Establezcamos, por tanto, que ante el crimen premeditado, urdido en la trama de una voluntad asesina desarrollada durante tantos años, adiestrada con la eficacia de su pavorosa maduración, la inocencia de las víctimas no puede hacerlas contingentes. No podemos decir: en su lugar, habría estado otro. Pues ese otro habría sido una víctima igualmente necesaria. Nuestra cabeza no puede inclinarse ante los hechos, sino que debe levantarse ante esas razones, multiplicadas en las vidas canceladas a causa de lo que esas personas eran y deseaban seguir siendo.

A muchos de nosotros no nos encontrarán defendiendo esa España tan inquietantemente mítica como la patria que han fabricado los criminales en sus sesiones de adoctrinamiento y consunción cerebral. Nuestra España no es la de la constante problematización de una identidad que se interroga sobre su carácter. España es algo más sencillo y más sabio: es una nación definida por un campo emocional que solo se comprende en las garantías políticas de la pluralidad. Es una nación que ha renunciado a la extranjerización automática de quien se considera distinto a las ideas de uno u otro sector. Es una nación cuyo pasado no le propone, sino que le exige la integración como modo de vida en común. Esa convivencia no es una concesión a la oportunidad política de los tiempos, sino una convicción refrendada en el simple acto de vivir juntos, de elegir a nuestros gobernantes, de sentirnos parte de un país cuyo único factor de dramatismo es introducido por quienes no quieren reconocer que esa normalidad existe.

Nadie va a encontrar a las víctimas, nadie va a encontrar a quienes las lloramos en la defensa de una España cerrada, inexpugnable a todo proceso de modernización y enclaustrada en un arcaico concepto inmóvil al que sus habitantes se ajustan. Nos encontrarán en la disposición al cambio institucional cuando sea preciso, a la adaptación de nuestras leyes, al reconocimiento siempre de una libertad más ancha: a ese puro, cotidiano y elemental derecho a vivir en seguridad. España no es solo un Estado de Derecho porque así lo dice nuestra Constitución, sino porque ella es un gozne que separa dos etapas de nuestra historia. Nadie quiere regresar a una época anterior porque nadie quiere dejar de ser ciudadano. No nos encontrarán, sobre todo, saqueando nuestro pasado, confiscando los despojos de un tiempo apagado a nuestras espaldas, izando místicas que establezcan la pureza de la sangre o derramen la sangre que purifica. Quien quiera encontrar esa actitud que busque en los campos culturales de los asesinos, que vaya con ellos a los cementerios ideológicos de hace ciento cincuenta años, en busca de la pestilencia nacionalista donde la tierra y los muertos se enlazan en un proyecto trágico.

Nosotros vivimos en una fase de la historia que ha aprendido dolorosamente, que no se ha hecho más sabia con comodidad, sino con esfuerzo, que, todos los días, lleva esa edad cargada de experiencia a lo que Espriu llamaba la «difícil libertad», obligándonos a vivir respetuosamente, cuidando la dignidad ajena porque hemos aprendido que es el único modo de proteger la nuestra.

Que nadie crea que ese compromiso resulta fácil. Y aquí, de nuevo, podríamos indicar hasta qué punto nuestra actitud ha sido confundida, seguramente porque ha tenido rasgos de escasa claridad. No carecemos de convicciones. Nuestras víctimas tenían nuestras convicciones. A veces, parece que dotemos a los asesinos y a sus cómplices de tener las ideas claras, de estar en creencias poderosas. Pues bien, no es así. Hemos escogido el camino más difícil, que es el de creer en la democracia. No es sencillo aceptar sus reglas, porque la tolerancia bien entendida no es un abandono, sino una aceptación de la diversidad, sin que la existencia de la libertad del otro suponga menoscabo de mis propias ideas, sino precisamente su afirmación en un campo de diálogo y de confrontación. Lo sencillo es escoger el silencio de los demás, lo fácil es cerrar la boca al disidente, lo cómodo es considerar que los demás no existen socialmente, sino que son meras comparsas de mi propia existencia sustancial.

Pero ¡cuántas veces hemos permitido que nuestra convicción democrática se tomara como ausencia de convicciones! ¡Cuántas veces hemos tratado de ponernos en el lugar del otro hasta que esa perspectiva se ha confundido con la ausencia de lugar propio alguno! ¡Hasta qué punto hemos sido reticentes a la hora de enorgullecernos de ser miembros de una nación libre e históricamente definida, cuando ha sido más fácil aceptar el brebaje transaccional de considerar que este país, España, «estaba por hacer»! Y, en realidad, hemos aceptado como nuestras las ideas que siempre fueron las de otros y que han sido campo abonado para que el crimen encuentre su actualidad, su congruencia. Ninguna duda ha sobrevolado la proliferación de identidades colectivas salidas directamente de episodios burocráticos y pactos de elites locales. Ningún reproche se ha levantado contra la trampa bien urdida de que España no tiene la misma densidad nacional que cada una de sus comunidades integrantes.

Hemos creído, en un ejercicio de reiterada imitación, que la reivindicación de soberanías era equivalente a la democracia, en lugar de la vulneración de la soberanía del conjunto de los españoles y de cada uno de los españoles. Esa defensa lábil, quieta, apesadumbrada, de la realidad de España ha sido fácilmente advertida como carencia de convicción por quienes son los adversarios del concepto mismo de nación de ciudadanos y despliegan tozudamente sus mitos de guardarropía. Nuestra España no es una suma de comunidades homogéneas que debaten su equivalencia y mantienen su uniformidad ideológica interior. Es una España escrita día a día por los actos de quien en ella viven. No somos juguetes de un destino, y ello nos hace hombres y mujeres libres. No somos resonancias exhaladas por la historia, sino continuadores conscientes de una sociedad en cuya existencia participamos, libres de dramatismos y de afirmaciones místicas, a salvo de amenazas de extinción y de los forcejeos entre libertad personal e identidad colectiva.

Este es nuestro territorio moral. Y estas son nuestras víctimas, nuestros héroes fundamentales, nuestras pulsaciones sobre las que late el sentimiento de tener algo fuerte en común. Tan fuerte que solo con el crimen se cree poder destruir. Defender a las víctimas del terrorismo es, en España, defender a las víctimas de una idea de la civilización y de una idea de la nación. Aquí se ha matado en masa por un concepto aberrante de patria. Y se ha matado, en un periodo más dilatado de tiempo, en nombre de un repudio de España, de un país al que se desea impugnar, destruir, negar. Nuestras víctimas pasan a ser, con sus nombres, con sus rostros, ejemplos vivos de una cultura, formas de llamar a nuestro país y a nuestra democracia. Que así sea.

(Fernando García de Cortázar es director de la ‘Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad’ y presidente de la ‘Fundación Papeles de Ermua’)

Fernando García de Cortázar, enero 2010