Jorge Bustos.El Mundo

El hundimiento de Ciudadanos es la sinécdoque del hundimiento de la democracia del 78, que anoche expiró a eso de las diez de una gélida noche de noviembre. Ha muerto a manos de los sospechosos habituales, la izquierda y la derecha, las dos únicas maneras permitidas de ser español a excepción de la independentista. Albert Rivera llevó el partido a la gloria en abril y lo ha conducido a la UVI ahora, pero cada bando ofrece explicaciones contradictorias entre sí. Para unos le mató el veto a Sánchez en primavera, para otros haberlo levantado en septiembre. En realidad da lo mismo. Rivera, detestado ya por todos los nacionalismos, declaró además la guerra a las dos maquinarias de poder más formidables del Estado –Génova y Ferraz–, al tiempo que despreciaba al populismo conservador. Ningún quijote sale victorioso de semejante arremetida contra gigantescos molinos. Se convirtió en el enemigo número uno de todo el país. Fue masacrado durante meses. Se lanzaron campañas públicas y subterráneas para convertir su imagen personal en un comedero de cormoranes. Cometió el error de aislarse, desentenderse de los cuadros del partido y pasar de la prensa. Pero ninguno de esos errores alcanzaba a justificar el delirante tratamiento al que fue sometido en los medios; al final ya el perro Lucas generaba el mismo escándalo que la cal viva de los GAL. Rivera perdió el derecho a ser escuchado, pese a que en la recta final, recuperado ya el discurso originario, entregó algunas de las mejoras muestras de su oratoria.

El caso es que España ha decidido que el centro le sobra, que lo que quiere son extremos. Es evidente que Rivera tendrá que irse –ojalá lo haga con grandeza, sin encastillarse, a la altura de su histórico coraje– y que Inés Arrimadas habrá de liderar un partido racional de arduos grises absolutamente necesario en una España emocional en blanco y negro. Pese al cuadro del fusilamiento de Torrijos en que ahora consiste el ánimo naranja, el partido cogobierna cuatro autonomías y le sobran reservas intelectuales para la refundación: no tardarán en llegar otras elecciones que hagan justicia a un centro liberal lastrado por el calcinamiento de su fundador.

Pero lo de menos es lo que pase con Cs: lo significativo es lo que su desplome tiene de metáfora del fin de la concordia que inauguró la Transición. Que el naranja se haya coloreado de verde supone que el esfuerzo de reforma es sustituido por el ímpetu de ruptura, el prestigio de la moderación por la testosterona del radicalismo y una cierta atención a los hechos por el descaro de las mentiras estimulantes. En su saña antiCs, el bipartidismo no escatimó artillería para acabar con Rivera, y Podemos y Vox se sumaron al linchamiento con entusiasmo de neófitos. Periodistas y tuiteros, redes sociales y tertulias, por tierra, mar y aire, noche y día, laborables y festivos, semana tras semana. Ayudados por el estomagante infantilismo en que a menudo incurría la comunicación del partido, sin duda, pero obviando el mismo celo cuando se trataba de enjuiciar los desatinos de los demás. Pues bien, el plan se ha consumado: el tumefacto cuerpo del centro boquea para sobrevivir. He aquí el legado de cainismo que acompañará siempre a Pedro Sánchez, el dirigente más tóxico de la historia de la democracia, el taxidermista que evisceró al PSOE, legitimó al separatismo, despertó al nacionalcatolicismo embridado en su día por Fraga y Aznar y ahora se propone reinar sobre las ruinas del pacto constitucional. Hará equilibrios de Joker sobre los escombros unos meses más hasta que se caiga y tengamos que recalificar este solar para reconstruirlo de nuevo.