El componedor

ABC 26/08/15
IGNACIO CAMACHO

· Benegas perteneció a una generación política forjada a base de asistir, como decía Guerra, a muchos entierros sin ganas

CUANDO quería retratar con desprecio a los políticos de la nueva hornada, a los tribunos posmodernos y petimetres a la violeta que arribaban a su partido como si nada hubiese sucedido antes de su llegada, Alfonso Guerra acuñó una de sus mejores frases ácidas: «esa gente no ha ido nunca a un entierro sin ganas». No se refería sólo a la lejanía moral y existencial con el drama terrorista, sino a la falta de rodaje de los nuevos dirigentes-probeta en la experiencia humana de la militancia; les faltaba, decía, la pátina vital de haber ido a consolar a la viuda de un concejal asesinado o de haber sacrificado muchos fines de semana para acudir en pueblos perdidos a bodas de hijas de compañeros que le acababan cortando la corbata al novio. En esa política de abrazo y carretera se curtió una generación que el tiempo va arrumbando en los anaqueles del retiro o de la muerte, y a la que ciertos displicentes salvapatrias de salón se han permitido bautizar como la casta de un régimen.

Txiki Benegas fue de esos que tuvo que asistir a muchos más funerales que matrimonios, y siempre sin malditas las ganas. Sepelios de sus correligionarios socialistas, de sus rivales populares, de policías, de empresarios, de amigos caídos bajo el delirio de los años de plomo. Dentro y fuera de su tierra vasca se comió muchas tragedias, muchos reproches, muchas malas miradas. Como el gran aparatchik socialista que fue en los tiempos de la hegemonía felipista se hartó de kilómetros para apagar fuegos en las agrupaciones y vivió a fondo el lado humano de la política; el de las intrigas de poder y el de la entrega generosa, el de la negociación palaciega y el de la solidaridad idealista, el de las miserias de ambición y el de la nobleza institucional, el de la confrontación ideológica y el de las lealtades personales. Cachorro de la Transición, se forjó en la cultura del pacto: si había un acuerdo que cerrar, una enmienda que muñir, una estrategia que trazar, un congreso que ganar, una fractura que unir e incluso una traición que reparar, allí estaba Txiki. Para hablar con los suyos y con los otros, con nacionalistas o con la derecha, con diputados o con alcaldes. Un hombre de partido hasta las cachas, por sentimientos, y a la vez un hombre de consenso por convicciones. Tan comprometido con su organización que nunca quiso ser ministro por no abandonarla.

Qué distinto era ese tipo de político componedor, de paciencia tejedora, de culodiferro, de estos nuevos adanistas de plató y consigna que imparten lecciones teóricas sin haber tenido nunca, por fortuna, que enterrar a nadie. Con todo su reverso oscuro, su ciénaga de corrupción, sus manejos amargos o inconfesables, los benegas construyeron un país más justo, más próspero y más estable que el que encontraron. No sólo merecen respeto, sino gratitud. Porque aunque no todo fue limpio, tampoco fue ni mucho menos fácil.