El consenso avergonzado

ABC 04/02/15
IGNACIO CAMACHO

· El consenso de Estado es un modelo de estabilidad democrática. El bipartidismo ha de dejar de sentirse acomplejado

HASTA hace pocos años la sociedad española clamaba por los consensos políticos; tanto era así que cuando no se podían forjar había que fingirlos. Los gobiernos más refractarios a los acuerdos montaban mesas de negociación para que resplandeciese su disposición al diálogo y el pacto tenía tanto prestigio que si no se alcanzaba era menester culpar al adversario. El legado de la Transición nos dejó instalados en una cultura consensual que hacía del compromiso un deber de convivencia. De hecho, el desapego ciudadano hacia la política comenzó cuando la gente intuyó que los grandes partidos huían de la concertación de intereses públicos para aplicarse sólo sobre sus propios provechos; de ese egoísmo nació una desconfianza que la corrupción fue generalizando hasta concluir en el presente desprecio hacia «la casta».

El desafecto ha desembocado en una especie de fobia que los demagogos ventajistas aprovechan para señalar al «bipartidismo» como causa de los males de la patria, y de un modo paradójico el consenso ha pasado de ser un valor ponderado a una especie de blindaje endogámico, de mecanismo de autodefensa de élites privilegiadas. Las dos grandes fuerzas que han dotado de estabilidad al sistema democrático tienen enormes dificultades de entendimiento porque saben que su aproximación suscita sospechas de apaño. Esto es así especialmente en la izquierda, donde ha surgido un movimiento de impugnación rupturista que amenaza la hegemonía socialdemócrata. La «gran coalición», tal vez la fórmula de gobierno más apropiada para un futuro de mayorías inestables, se ha convertido en una piedra arrojadiza que el PSOE esquiva como puede haciéndose fintas a sí mismo. Su líder, Pedro Sánchez, ha tenido que firmar un elemental pacto antiterrorista con Rajoy con cara de circunstancias, protegiéndose con cláusulas de reserva y excusándose en un lenguaje no verbal de incomodidad manifiesta, como si fuese un delito de lesa política asumir responsabilidades de Estado.

Pero aunque los suyos expresen dudas –y rechazo–, el gesto conviene a un partido que necesita recuperar su aureola de alternativa de poder, de receptor de voto útil. En la foto de Moncloa había un presidente en ejercicio y otro que puede serlo si deja de sentirse emparedado, si se llega a creer su liderazgo. El ahora maldito bipartidismo es el modelo de las democracias más sólidas y el que ha permitido el progreso de España; lo peor que puede ocurrir es que alguno de sus actores se sienta encogido, titubeante, acomplejado. La imagen del acuerdo antiyihadista beneficia a Sánchez porque le presenta como el relevo natural del PP y ofrece a los ciudadanos la garantía de continuidad en las políticas de Estado. Eso era lo que deseábamos no hace tanto. Antes de que la prédica del populismo inoculase en cierta opinión pública el virus nihilista que transporta la enfermedad del enfrentamiento.