El desarme jurídico del Estado

CARLOS DOMÍNGUEZ LUIS, EL MUNDO – 21/10/14

· El autor denuncia que, a diferencia de lo que ocurría hasta 1995, la proclamación de independencia por parte de un gobierno autonómico no constituye legalmente un delito de rebelión contra el orden constitucional.

Hace ya algunos años, el presidente de la asamblea legislativa de una comunidad autónoma realizó el hecho, insólito en cualquier sistema democrático que se precie, de negarse a cumplir una decisión judicial firme, dictada por el Tribunal Supremo. Fue condenado, tiempo después, por un delito de desobediencia a la autoridad judicial, pero aquella conducta, revestida en su día de marcados tintes políticos, debe ser vista ahora, con los acaecimientos recientes que se suceden en Cataluña, como el punto de partida de comportamientos claramente orientados a poner en jaque nuestro sistema constitucional y frente a los cuales el orden jurídico puede no ser del todo eficaz en el futuro.

Nuestro Estado de Derecho no tiene puesto al día uno de los instrumentos imprescindibles para la defensa del ordenamiento constitucional, el Código Penal, cuyo articulado se mantiene al margen de los actuales problemas y retos que tiene España planteados frente a quienes dedican el esfuerzo político a procurar la liquidación del Estado y de su organización, democráticamente aprobada por los españoles en 1978. Si exceptuamos los delitos de terrorismo, nuestro Código, tantas veces reformado para perseguir la llamada delincuencia callejera y garantizar la tranquilidad de la vida cotidiana, ofrece una eficacia cuestionable para salvaguardar el sistema constitucional. A ello se ha de sumar que la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal sigue pensando en una sociedad agraria en la que, de cuando en cuando, surge una disputa sobre linderos que desemboca en una tragedia personal. Esa forma de delincuencia no ha desaparecido, pero hoy la fenomenología del delito ofrece muchas otras manifestaciones para las que no existe certera previsión legal.

Si volvemos al caso concreto con el que se iniciaban estas líneas, no cabe duda de que, en cualquier Estado de Derecho, por primario que sea, las sentencias de los órganos judiciales deben cumplirse, no como homenaje personal a los magistrados que las dictan, ni por subordinación jerárquica a ellos, sino por ser su cumplimiento elemental exigencia del funcionamiento democrático en una sociedad libre. Ahora bien, en nuestro sistema penal, la desobediencia, por parte de las autoridades, a las sentencias y decisiones judiciales, sorprendentemente no constituye un delito contra las instituciones del Estado y contra la división de poderes. Esa desobediencia es tratada como un delito contra la Administración pública, esto es, como si tal conducta afectara al buen funcionamiento de los «servicios administrativos» y no al «orden constitucional de la división de poderes».

El Código Penal, pues, ha olvidado el valor de las sentencias en la estructura del Estado de Derecho y, ni saca el aprovechamiento de su verdadero papel, ni es capaz de obtener todas las ventajas del delito de desobediencia a los tribunales que, visto lo visto, en un futuro próximo va a ser la llave para la solución de muchos problemas. Los acontecimientos vividos en los últimos años en Cataluña permiten vaticinar que las crisis próximas no serán de violencia material, sino de reto y pulso al orden jurídico desde comportamientos igualmente jurídicos, pero inconstitucionales. El principio de mínima intervención del Derecho Penal ha de mantener su catalogación como principio básico. Sin embargo, los órdagos a nuestro sistema constitucional, a nuestro modelo de convivencia, no pueden ser considerados como una broma. De ahí, la necesidad de que el marco jurídico se dote de los mecanismos precisos para impedir los intentos ilícitos de ruptura de las reglas del juego.

En efecto, no es una broma que, suspendida por el Tribunal Constitucional la consulta promovida por el Gobierno catalán, prevista para el próximo 9 de noviembre, se comiencen a barajar, públicamente, vías oblicuas para que ese día se pueda votar. Todo ello, bajo el pretexto argumental de que una consulta popular a través de las urnas no es, por sí mismo, nada que implique desvaloración social.

Como tampoco es una broma que alguna formación política catalana haya planteado en los últimos días la posibilidad de una declaración unilateral de independencia de Cataluña. Pues bien, aunque cueste creerlo, un hecho que se sitúa en el límite de la gravedad para el orden constitucional no constituye en España, hoy por hoy, delito de clase alguna. Nadie cometería ningún crimen si oficialmente proclamara en el boletín oficial de una comunidad autónoma su independencia y separación de España. Sin perjuicio de su ineficacia constitucional, tal conducta no sería un comportamiento criminal. De modo que, al margen de las vías de impugnación y consiguientes declaraciones de invalidez y de ineficacia, una enormidad como la planteada no sería nada en lo penal. Nadie en España tiene la impresión de que esto pueda ser así, pero lo es. En la España de hoy, en la que conducir a excesiva velocidad puede ser un delito, no lo es, en cambio, que un Parlamento autonómico declare la secesión o independencia de su territorio. Lo sorprendente es que fue un delito siempre. Pero hoy, cuando la situación cobra visos de mayor gravedad, ya no lo es.

Esa declaración de independencia no sería, desde luego, un delito de traición, pues nuestro actual Código Penal vincula la comisión de este delito con supuestos de conflicto bélico entre España y una potencia enemiga. Han sido borradas de su texto todas las referencias a movimientos sediciosos y separatistas, sobre la base, según algunos expertos, de que contemplaban casos inimaginables en la práctica. Ahora bien, el Código Penal sigue previendo como delito una conducta harto improbable en la practica: que un español induzca a una potencia extrajera a declarar la guerra a España o se concierte con ella para el mismo fin.

Tampoco sería un delito de sedición, pues una declaración de independencia por una asamblea legislativa o un gobierno autonómico, aunque rompería gravísimamente el orden constitucional y la unidad de España, por sí misma no afectaría al orden público, ni comportaría ningún alzamiento en forma de tumulto, elementos, estos últimos, sobre los que se asienta la regulación actual de ese delito.

Difícilmente podría hablarse, por último, de un delito de rebelión, pues nuestro Código Penal impone, para considerar que el delito ha sido cometido, la existencia de un alzamiento público y violento, de modo que deja así fuera supuestos como el contemplado, que el sentido común, en cambio, etiqueta fácilmente como actos de rebelión.

Decíamos antes que esto no ha sido siempre así. En el Código Penal de 1932 –el de la Segunda República–, una declaración de independencia como la analizada era constitutiva de delito de rebelión. Es decir, los gobiernos de izquierda de ese período tenían meridianamente claro que la unidad de España debía salvaguardarse a toda costa, incluso por la vía penal. Cualquier ataque a la integridad de España era considerado como delito de rebelión.

En 1981, un Parlamento ya democrático reformó este tipo de delitos y, como en la Segunda República, sancionó cualquier ataque contra la integridad de la nación española, con independencia de que éste tuviese lugar o no mediante alzamiento violento. En suma, la proclamación o declaración de independencia fue antes del régimen democrático, y siguió siendo durante éste hasta 1995, un delito de rebelión contra el orden constitucional. Hoy no lo es. Quizá pueda pensarse que, por tratarse de una pura declaración de contenido político y formulación jurídica, siempre se puede subsanar por la vía de la impugnación judicial. Es posible. Pero no olvidemos que los desafíos al orden constitucional y a la unidad de España van siendo cada vez más finos en lo jurídico, amén de que, en España, la desobediencia a los tribunales que restablecen el derecho y declaran la ineficacia de una independencia territorial proclamada es, hoy por hoy, un delito contra la Administración pública, castigado con una pena económica de multa y otra de inhabilitación. Con este marco, a algunos les puede parecer hasta rentable correr el riesgo.

Todo apunta a la conveniencia de una reflexión acerca de la cuestionable capacidad actual de nuestro Estado de Derecho para defender el orden constitucional en situaciones jurídicas límite. Nuestro marco de convivencia y todo lo que nos une bien lo merece.

Carlos Domínguez Luis es abogado del Estado y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

CARLOS DOMÍNGUEZ LUIS, EL MUNDO – 21/10/14