El fracaso multiculturalista

ABC 11/01/15
IGNACIO CAMACHO

· La sociedad multicultural ha fracasado porque no ha sido capaz de organizarse en torno a la jerarquía de la libertad

NO se trata tanto de un problema de fronteras como de integración. Sin fronteras no hay estados pero sin integración no hay sociedades sino tribus. El reto de la nueva sociedad abierta consiste en ordenar la convivencia en libertad de las comunidades que la forman sin atomizarla en grupos estancos que tarde o temprano acaban chocando en un conflicto de identidades. El multiculturalismo ha fracasado; primero porque no es recíproco –¿dónde está el respeto a los cristianos, incluso a los ateos, en los países islámicos?– y segundo y sobre todo porque no ha sido capaz de organizarse en torno a la jerarquía de la libertad. La fórmula multiculturalista renuncia a la supremacía ética, política e ideológica del modelo democrático para aceptar un vago plano igualitario que en la práctica ha conducido a los inmigrantes a extensos guetos sociales en los que crece la semilla del odio. El terrorismo yihadista se incuba ahí, en el cerrado ambiente de una inmigración segregada a la que las naciones occidentales han permitido conservar sus reglas por un erróneo concepto buenista de la diversidad.

Los asesinos de París eran franceses, pero vivían en un limbo de extraterritorialidad mental. Ninguna nación como Francia –cinco millones de musulmanes– ejemplifica en Europa ese fracaso del mestizaje. Barrios enteros de muchas ciudades constituyen territorios al margen de un Estado que no ha logrado imponer sus leyes de republicanismo laico. Tampoco en Gran Bretaña ha funcionado el modelo de permisividad multicultural, que no cuaja en un melting pot armonizado. La mala conciencia relativista cede cada vez más espacios: consiente excepciones educativas, transige con la invisibilización indumentaria de la mujer, disimula tradiciones religiosas para favorecer una falsa neutralidad o permite que mezquitas financiadas por regímenes integristas se conviertan en ámbitos de prédica incendiaria contra los valores del sistema que les da acogida. Al declinar nuestra convicción de hegemonía moral hemos fracturado la sociedad en pliegues yuxtapuestos de los que surge el odio, el miedo y la intolerancia.

España aún no ha hecho crisis porque su población musulmana, 1,2 millones, es en su mayoría de primera generación, pero el conflicto anda en ciernes. De ningún modo es casual que las ciudades más islamizadas –Ceuta y Melilla– sean los principales focos de reclutamiento de la yihad. El debate de opinión pública está desenfocado porque no hay que centrarlo tanto en el control de fronteras como en la necesidad de que quienes entran se integren en la cultura de la libertad y del progreso: son bienvenidos pero han de adaptarse a nuestros valores y no al revés, porque los suyos tienen un severo problema de evolución en la modernidad. Sólo una democracia estúpida, medrosa y autoacomplejada permite a sus enemigos aprovecharse de sus virtudes para combatirla. .