Miquel Escudero-El Imparcial

El diccionario de la Real Academia Española presenta la palabra ‘tertulia’ como de origen incierto y ofrece seis entradas o significaciones de ella. La segunda apunta a un “espacio de radio o televisión en el que distintos participantes conversan sobre algún tema bajo la dirección de un moderador”. A diferencia de algunos amigos míos, hace tiempo que huyo despavorido de esas tertulias. No debo ser injusto, pero en general no destacan por promover el arte de conversar, que exige sabiduría, respeto, ecuanimidad, buenas maneras, sino por todo lo contrario, cazurrería, mala educación, sectarismo, grosería. Ni harto de vino me incorporaría a platicar en público (tampoco en privado) con determinada gente, por famosa e influyente que sea. Nada bueno podría aprender ni enseñar, al contrario.

Sin embargo, hay tertulias que pueden resultar entrañables. Son las que se reúnen a amigos que comparten el afán de discreción y de saber, que les gusta escuchar, que transmiten confianza y nobleza, que no hablan por hablar, que no buscan protagonismo y saben callar, pero también intervenir llegado el caso. A nadie le molesta comprobar lo mucho que algunos saben de un asunto concreto, sino al contrario: se complacen por tener la oportunidad de aumentar su entendimiento. Cuando se finaliza la reunión, a menudo entorno a una mesa en la que se come y se bebe, todos se van satisfechos y contentos, porque les ha valido la pena. Estas tertulias exigen una periodicidad regular, para que cale su espíritu y se traben amistades verdaderas; no son una lonja de intereses y prebendas. Creo deseable que no sean monográficas, esto es, que estén abiertas a temas distintos y que sean, por consiguiente, variadas; cada vez con un invitado que nos hable de un tema o de un libro y que centre la reunión. Asimismo, también me parece conveniente reservar días en que no haya invitado en la tertulia y donde se aborden distintas cuestiones sobre la marcha, de forma espontánea; por lo general, de acuerdo con la actualidad. Así la urdimbre de los amigos se ve reforzada.

He leído con interés Ilustradas, un libro sobre damas y salones literarios del siglo XVIII, de la historiadora María Pilar Queralt del Hierro. Ya en el siglo anterior, Madame de Rambouillet organizó su salón Bleue, en el que llegaron a participar Bossuet y Corneille, y que dio lugar al término bas-bleus, medias azules, para referirse a las mujeres literatas que accedían a la cultura de su tiempo y desarrollaban ingenio, lo que habitualmente era considerado una ‘impertinencia’ por los interesados e inseguros celadores del saber. En Inglaterra se denominó bluestocking (medias azules) a las mujeres instruidas y cultas, lo que fatídicamente derivó en sinónimo de pedantería, una expresión peyorativa. Por cierto, en distintos países hispanoamericanos, el término ‘chupamedias’ adjetiva a los aduladores y serviles, a los pelotilleros.

La autora de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, en el siglo XIX, Mary Wollstonecraft Shelley (fue pareja del poeta Shelley) escribió esta propuesta razonable y liberadora, contra la exclusión femenina del mundo del conocimiento científico y literario: “Educad a las mujeres como a los hombres. Ese es el objetivo que yo propongo. No deseo que tengan poder sobre los hombres sino sobre sí mismas”.

También en el siglo XIX, la condesa lombarda Chiara Maffei dirigió desde muy joven un salón literario en Milán, donde llegaron a concurrir Alessandro Manzoni y Giuseppe Verdi. Chiara Maffei llegó a impresionar al célebre novelista francés Honoré de Balzac, quien la ensalzó por ser “profunda en la palabra, perfecta en los modos y las formas, inteligente y sabia”.

En la España del siglo XVIII, María Josefa de Zúñiga y Castro dirigió con periodicidad mensual la afamada tertulia Academia del Buen Gusto. A título de curiosidad, diré que sus padres, los duques de Béjar, la casaron cuando tenía 17 años de edad con su tío Ginés Ruiz de Castro, cincuenta y dos años mayor que ella. La joven enviudó seis años después.

Cabe destacar a las dos primeras mujeres españolas en doctorarse en Medicina. Fue a finales del siglo XIX y se llamaban Dolors Aleu y Martina Castells (presentaron sus tesis con tres días de diferencia). Un siglo antes, la aristócrata María Isidra de Guzmán y de la Cerda demostró precozmente un talento excepcional, fue nombrada académica de la RAE con sólo 16 años de edad; Jovellanos asistió a su toma de posesión. Cuando se propuso doctorarse en Artes y Letras por la universidad, topó con la prohibición que las mujeres tenían de acceder a tal título. Una decisión del Rey Carlos III sorteó ese veto y, de este modo, pudo llegar a ser conocida como la doctora de Alcalá.