El puñetazo

DAVID GISTAU, ABC – 16/01/15

· Estamos hablando de si aceptamos o no que se ejerza una violencia brutal para castigar a quien ofende. Aquí no deberíamos consentirnos ni un ápice de duda.

Según remite el espanto causado por los asesinatos, la cuestión de ser o no ser «Charlie Hebdo» ha ido deslizándose hacia un territorio argumental que por momentos roza la justificación. Especialmente demoledora ha sido la intervención del Papa Francisco, que ha equiparado la ejecución por ametrallamiento de una docena de personas en su lugar de trabajo con la legitimidad del puñetazo en caliente que él mismo –¿y quién no?– arrearía a cualquiera que le mentara a la madre. Insistimos en reducir los crímenes de París a un asunto relacionado con la libertad de expresión.

Como si no existiera el componente antisemita del episodio en el supermercado, que podría haber resultado aún más trágico si el tercer terrorista hubiera logrado acceder a la escuela judía para repetir allí la matanza de colegiales perpetrada en Toulouse. Nadie se atreverá a decir que los judíos van provocando por el hecho de serlo. Pero este mismo razonamiento se ha ido desinhibiendo en lo que concierne a los viñetistas. Nadie festeja su muerte. Pero empiezan a abundar las opiniones de que algún tipo de correctivo era «de esperar». Ahora extraña menos que los supervivientes hayan dicho que durante estos años de amenazas y agresiones menores se sintieron abandonados.

La discusión sobre ser o no ser «Charlie Hebdo» fue impecable hasta el pasado día 7, en torno a las once de la mañana. En el preciso instante en que sonó el primer disparo dejó de tener sentido. Porque de lo que hablamos desde entonces es de si merecían o no ser asesinados. En un contexto trivial, de rutina occidental, es posible entender a quienes se sintieran insultados o agraviados por chistes que hacían mofa de creencias, ideologías o personas. Nunca fue obligatorio que te gustara «Charlie Hebdo». Nunca lo fue coincidir con las innumerables opiniones expresadas todos los días en columnas, revistas satíricas o programas de radio y televisión.

Pero entonces, cuando aún no habían irrumpido los AK-47, nos bastaba con recurrir a ciertas convenciones de nuestra vida en sociedad, tales como la réplica, la opción de no comprar «Charlie Hebdo» ni ninguna otra publicación que nos resultara ofensiva, y, por encima de todo, el recurso al amparo de la ley, que impone limitaciones o condiciones a la libertad que deberían sernos suficientes. En cualquier caso, habíamos alcanzado un estadio evolutivo en el que nadie que no fuera carne de prisión pasaría de modo natural del enojo al asesinato.

Por eso el debate está distorsionado. Porque no estamos hablando de si «Charlie Hebdo» es o no una revista irreverente, que lo es. Ni de si decenas de personas tienen o no derecho a sentirse insultadas, que lo tienen. Estamos hablando de si aceptamos o no que se ejerza una violencia brutal para castigar a quien ofende y de si aconsejamos la autocensura cuando esta violencia es posible. Aquí no deberíamos consentirnos ni un ápice de duda. Y menos aún si la revista no nos gusta. Si nos gusta, ¿qué mérito tiene defender su derecho a no ser ametrallada?

DAVID GISTAU, ABC – 16/01/15