Elefantes

Jon Juaristi, ABC, 30/9/12

El pesimismo actual deriva de un exceso de creencias fuertes que han suplantado a las convenciones pactadas de la Transición

SIN duda, como Ignacio Camacho observaba certeramente el pasado viernes, el pesimismo es, hoy por hoy, el rasgo más preocupante de lo que los clásicos españoles de la modernidad llamaron, desde la crisis de 1898 (a la que Camacho aludía en su excelente artículo), «el presente momento histórico». Pero el pesimismo es una actitud, un sentimiento, no una doctrina ni una forma de pensamiento como el escepticismo, con el que a menudo se confunde. En tal sentido, no viene determinado por hechos objetivos. El escéptico cae fácilmente en el pesimismo porque piensa que la realidad no es cognoscible. Admite que pasan cosas, pero que no acertamos a saber lo que pasa y lo único que intuimos es que, pase lo que pase, no nos conviene.

Sin embargo, no parece que el pesimismo actual sea producto de un escepticismo generalizado. Por el contrario, se diría que sobreabundan las creencias fuertes. Los secesionistas catalanes y vascos creen firmemente que sus proyectos de Estados independientes responden a verdaderas realidades nacionales negadas por el nacionalismo español. Los nacionalistas españoles, que son muchos menos que los que nacionalistas vascos y catalanes suponen tener enfrente, creen que España es básicamente la misma nación que ya existía en tiempos de los Reyes Católicos. La izquierda cree hoy —como lo creyó en 1929— que estamos ante la crisis terminal del capitalismo y que le incumbe la tarea histórica de acelerar su derrumbe y la transición al socialismo. La derecha conservadora cree que la crisis deriva en última instancia de una pérdida de los valores tradicionales, y la liberal, que bastaría terminar con el exceso de regulación inherente a los Estados intervencionistas heredados del ciclo socialdemócrata para permitir que los mercados nos devuelvan a la prosperidad y al pleno empleo.

Este inventario, con todo, peca de optimista. La situación presente recuerda más bien la antigua fábula india de los ciegos que palpaban un elefante, pero los ciegos son en este caso legión y el bicho, un mamut descomunal o un rebaño global de proboscídeos mutantes. El pesimismo no tiene que ver, por tanto, con una difusión del escepticismo, sino con la proliferación de las creencias y su inevitable conversión en ruido. Porque el escepticismo puede inducir a la pasividad y al desánimo, pero suele ir asociado al silencio, y el pesimismo actual se manifiesta en puro estruendo. Se trata de un pesimismo disruptivo, que obstruye la comunicación por exceso. En medio del fragor resulta imposible aislar enunciados sintéticos suficientemente representativos de lo que hasta hace pocos años se denominaba todavía «estados de opinión». El lector avezado de periódicos puede quizá pescar aquí y allá algunas afirmaciones sorprendentes que ilustran el deterioro de lo que fueron convicciones democráticas extendidas al final de la Transición, cuando se asentaron los consensos. De la prensa de esta semana extraigo dos, cuya recurrencia me parece alarmante: la fórmula dudosamente liberal de «nación de individuos», que va sustituyendo en el discurso antinacionalista a la de «nación de ciudadanos» (no existe tal cosa como una «nación de individuos»: toda nación es una sociedad con fines comunes, distintos de los individuales), y, en el extremo opuesto, la condena dudosamente socialdemócrata —en realidad, estalinista— del liberalismo como una ideología que, admisible en situaciones de dictadura, debe combatirse en las democracias como legitimadora del privilegio de los ricos. Este tipo de lenguaje nos va cerrando todas las salidas razonables con mayor eficacia que una enloquecida manada de elefantes barritando al unísono.

Jon Juaristi, ABC, 30/9/12