Elegías

ABC 02/02/14
JON JUARISTI

· Con Félix Grande, se va una parte de la mejor poesía contemporánea española, de raíz machadiana y humanista

EL pasado jueves murió Félix Grande. Nos vimos poco durante estos años de crisis y de bronca, tan malos para la lírica, pero mi estima por él y por su poesía nunca decayó y prefiero suponer que tampoco lo hizo la reciprocidad que existió en su día. Conservo sus libros con dedicatorias manuscritas, hasta los últimos, de 2010 y 2011: La cabellera de la Shoah y Libro de fa

milia. En el verano de 2010 intervinimos junto con su mujer, Francisca Aguirre, y un amigo común que también se nos ha ido, Manuel Fernández Montesinos, en un curso/homenaje a Miguel Hernández con ocasión de su centenario. Fue, por lo que recuerdo, un combate de esgrima, porque con Manolo delante era inevitable evocar a García Lorca y la poca simpatía que profesó este al poeta de Orihuela. Para Félix, Miguel Hernández era intocable, y su apología del mismo tuvo un timbre de indignación que desconcertó a un auditorio relajado, estival y patidifuso.

Porque Félix se tomaba la poesía muy en serio, y en eso contrastaba con los poetas de las generaciones posteriores a la suya, irónicos, profesorales, desencantados y de vuelta de casi todo sin haber ido. Félix, nacido en plena guerra civil de un padre miliciano y una madre enfermera de la República, hijo de vencidos, cuidó cabras en su mocedad manchega y se ganó la vida deslomándose. Fue un escritor autodidacta, un magnífico poeta, pero demasiado grave para la levedad del ser, que es la nota dominante de los tiempos posmetafísicos. Socialista congénito, permaneció al margen de la poesía social y asimiló, en cambio, la influencia de la lírica rehumanizada de los Panero, Rosales y Vivanco, declaradamente antivanguardista. Con todo, su absoluta impermeabilidad a la ironía no derivaba de magisterios literarios, sino de una bondad espontánea y de una inagotable capacidad de asombro.

A raíz de su visita a Auschwitz, Félix me invitó a comer en la casa de la calle Alenza donde ha vivido con las dos poetas que más quiso, Paquita y Lupe, su mujer y su hija, porque necesitaba hablar del Holocausto y de la historia de los judíos, un asunto nuevo para él y con el que se comprometió a fondo, de un modo existencial y existencialista, como acostumbraba hacerlo con las causas que creía justas. Acudía desde entonces a las conferencias y mesas redondas sobre antisemitismo que tenían lugar en Madrid, sin tomar la palabra en los coloquios, en actitud atenta y silenciosa. Era su forma de expresar su solidaridad con los judíos en medio de una judeofobia rediviva: esa presencia respetuosa y su poesía última y definitiva, los mil versos de La cabellera de la Shoah, acaso el canto del cisne del poema extenso en español, para el que ya no tenemos un órgano de lectura. Si es, en efecto, el final del género, no hay duda de que se trata de un final brillante. Una de las elegías mayores de nuestra lengua.

En la poesía de Félix Grande hay un ímpetu torrencial. Tenía mucho que decir, y todo lo que escribió está cargado de sentido, de buen sentido. No es una poesía para ser aprendida de memoria, pero resiste al olvido porque abundan en ella versos clásicos e indelebles. No suelo rezar y, sin embargo, repito con frecuencia una plegaria dirigida al vacío. Son cuatro versos no consecutivos de un poema de
La noria, que expresan a la vez conformidad con la finitud y esperanza: «Me moriré diciendo/ que la vida era buena (…)/ La quiero para siempre/ con muchísimo amor». Si el querer la vida con muchísimo amor fuera condición necesaria y suficiente para alcanzar una vida para siempre, Félix sería tan digno de ella como del reconocimiento merecidísimo que logró como escritor y como excelente ser humano.