Se ve crecer la hierba

ABC 02/02/14
DAVID GISTAU

En el trayecto desde la Plaza Mayor hasta el auditorio Miguel Delibes, Valladolid se va desnudando. Primero está el gentío que practica el cabotaje tabernario en la zona monumental, cerca del Campo Grande por el que paseaban Delibes y Umbral como sacándose las frases de los bolsillos de un gabán. Luego, ya al otro lado del río, aparecen los edificios de ladrillo característicos del feísmo a la española, con sus «runners» embutidos en mallas. Y luego nada: calles trazadas como osamentas sobre las cuales no se llegó a construir. Azotado por un viento gélido, levantado sobre una loma, el auditorio parece la nave espacial en la que han de embarcar aquellos para los que fue formulada la promesa de una España mejor, superviviente de la crisis: para los que se queden fuera, ya sea por escisión o por inconvenientes con la agenda, no habrá sino tinieblas e intemperie, un vagar por los caminos como «ronins», los «samuráis» sin un jefe feudal al que servir.

No es fácil seguir la convención. Tres escenarios distintos dan una frenética sensación de simultaneidad que hace inabarcables las intervenciones. Como en un «zapping» de discursos. Los organizadores se han propuesto impedir que las desavenencias internas del partido intervengan el fin de semana, que, argumentalmente, ha sido concebido para crear ambiente para las elecciones europeas y evitar que estas se conviertan en un pretexto para el voto de castigo, para hacer recordatorios del escenario económico catastrófico que el PP recibió al asumir el gobierno, para anunciar imprecisas bajadas de impuestos, para tratar de renovar ciertos orgullos de pertenencia sometidos a desgaste y, por encima de todo, para arropar con un apoyo explícito al PP vasco de Quiroga.

En el ambiente se percibe rencor a personajes críticos del calibre de Aznar, a los que el marianismo reprocha que hayan saboteado la lucha por la recuperación con inoportunos remilgos particulares. La ruptura con el prestigio fundacional de Aznar está cada vez más asumida. Incluso ahora que el PP, aunque lo haya escamoteado en esta convención, tiene que gestionar la fragmentación provocada por la aparición de otras siglas y, por tanto, la desaparición de cierta vocación de acogida que estuvo en los mismos cimientos del aznarismo: ser un partido que atrajera todo cuanto estuviera «a la derecha de la izquierda».

La unanimidad ambiental es tal que incurre en el aburrimiento. Como en las películas de Rohmer, en la autocomplacencia del PP se ve crecer la hierba. Hay más posibilidades de encontrar cincuenta euros en el suelo que de conseguir un titular. Rajoy incluso se dejó envolver por entusiastas militantes de Nuevas Generaciones a los que hizo una pedagogía europea algo primaria, como para escolares. Luego conectó por Skype con una guapa estudiante de Erasmus en Eindhoven a la que ¡prometió visitar! Pero bueno, ¿Rajoy galaneando?

El único, pero ínfimo, amago de agitación lo trae la fuerte personalidad de Esperanza Aguirre. Primero contradijo al ministro del Interior al decir que ETA «no está derrotada» ni lo estará hasta su disolución. Y luego, ya durante su intervención en esa sala pomposamente bautizada como «el ágora», cuestionó toda la política fiscal del gobierno basada en los impuestos altos. Aguirre debe de ser el último ejemplar popular que aún cultiva un discurso liberal empeñado en no rendir principios a la emergencia económica.

En el seno del PP, también en la convención, está teniendo lugar una pugna que incurre en ámbitos muy delicados. Me refiero a una lucha por la que el partido para haber aceptado reñir con los disidentes el manejo en monopolio de la razón moral de las víctimas. De esto forma parte la consagración del PP vasco, especialmente aludido por la nostalgia de la resistencia que ha abierto brecha con símbolos humanos como Ortega Lara. Esta vindicación del pasado heroico del PP –compartido con todos los partidos que sufrieron el terrorismo–, de la memoria del dolor del PP, que le es cuestionada por los escindidos como si se la hubieran arrebatado para armar con ella un discurso propio, inspiró el acto de homenaje a las víctimas.

El orador fue Manuel Giménez Abad, hijo de un asesinado por ETA del mismo nombre, y su impecable intervención estuvo cargada de una emoción que se propagó por toda la estancia. Manuel habló con templanza, casi con delicadeza. Pero aun así fue capaz de hacer una emocionante descripción de la ausencia, de todo cuanto se pierde un ser humano cosificado por ETA, de todo cuanto dejan de compartir con él los condenados a añorarlo. Su discurso, con la misma serenidad, abordó luego temas políticos. Dijo que la revisión de la doctrina Parot es «insufrible», pero que eso no justificaría que se suspendiera el cumplimiento de la ley. Dijo que esa misma ley debería bloquear siempre cualquier estrategia de amnistías por motivo político. Dijo que a ETA aún hay que impedirle dos victorias: la política y la del relato. Dijo tantas cosas y tan bien dichas, y levantó una ovación tan entusiasta, que el instinto político de Rajoy comprendió que ahí había una foto que no podía dejar de hacerse. Cuando Giménez Abad se disponía a bajar del escenario, Rajoy saltó de su asiento, lo contuvo con un gesto, y luego posó junto a él, como si acabara de descubrir un rostro y una voz capaces de definir por sí mismos la legitimidad en su relación con las víctimas por la que el PP está dispuesto a pelear. Esa pelea, sin embargo, puede provocar espectáculos frustrantes que expongan la pérdida de una cohesión moral de la que antaño dependió el mayor orgullo de ser del partido.

En el contexto de esas tensiones, ya habido espectáculos degradantes tales como los intentos de apropiación de la figura de Gregorio Ordóñez. Como si pudieran comunicarse con él con una «oui-ja», hay quienes pretenden interpretar lo que Ordóñez dijo hace muchos años para adaptarlo en favor propio a las circunstancias políticas actuales. Como si esa apropiación fuera un salvoconducto moral. Para infinidad de militantes del PP que están dispuestos a aliviar la soledad de la nueva generación vasca, esta ruptura es lacerante. Facciones del PP que, en su divorcio, se pelean por las víctimas como por la tutela de los hijos.