En torno al documento de los obispos

Temo que nos encontramos ante una peligrosa deriva. Los viejos demonios, conjurados durante la Transición, pueden reaparecer y la cuestión religiosa convertirse en motivo de enfrentamiento civil. Un laicismo rancio y dogmático puede verse espoleado y decidido a enfrentarse a una Iglesia que iría de la mano del proyecto político que le garantizase la recuperación de su centralidad social.

La sociedad española lleva años escindida y crispada, con bandos políticos incapaces de acordar nada y con desencuentros continuos. Introducir matices, mantener el espíritu crítico y la libertad defrauda y hace perder amigos. Malos tiempos los que requieren incondicionales. No voy a repartir salomónicamente las culpas, pero me parece claro que el Gobierno no ha tenido voluntad de consenso ni en asuntos claves con la oposición (por ejemplo, el excluyente pacto del Tinell, en la elaboración del Estatuto catalán) y ésta no asimiló su inesperada derrota electoral y ha ejercido un obstruccionismo sistemático. Y buena parte de la Iglesia española y del episcopado, en vez de ser una instancia de concordia y sosiego, ha sido abducida por esta exacerbación partidista. Ha influido, en mi opinión, una política de nombramientos episcopales monocolor y corporativamente controlada. El caso es que se ha acentuado una decidida voluntad de promover el catolicismo político como medio de recuperar una presencia pública que se había debilitado extraordinariamente las últimas décadas en la sociedad española. Está en marcha una revisión de la línea taranconiana, clave en la Transición, que se caracterizó por la independencia de la Iglesia respecto a toda formación política; cada cristiano era libre y maduro para optar como le dictase su conciencia y buen saber.

Por otra parte, el Gobierno de Zapatero tomó algunas medidas que no podían dejar de molestar a la Iglesia. Partía, creo, de un cálculo sociológico: la Iglesia goza de muy poco prestigio en España y su peso social y político es muy reducido. Después se corrigió el rumbo, se cuidaron especialmente las relaciones con el Vaticano, con el nombramiento de un embajador atípico, pero las relaciones con la cúpula de la jerarquía española -me refiero no al presidente de la Conferencia Episcopal Española, Ricardo Blázquez, sino a los cardenales Rouco y Cañizares, verdaderos pesos pesados del episcopado y con una gran proyección mediática- no han dejado de tensarse. Espectáculo insólito el de varios obispos en manifestaciones callejeras en Madrid, junto a un partido político, y sobre todo la concentración a favor de la familia del 30 de diciembre muy crítica con el Gobierno, en la que se vino poco menos que a postular la rebelión contra los poderes que, faltos de moral, vacían la democracia que representan.

En el Partido Socialista existen sectores laicistas radicales ante cuyas pretensiones el Gobierno no ha cedido (denuncia de los Acuerdos con la Santa Sede de 1979, supresión de la clase de Religión y de símbolos religioso en el ámbito político, como en el ejército o en los funerales de Estado); pero tampoco ha mostrado un interés real por incorporar las virtualidades humanizadoras del cristianismo al acerbo ideológico del partido (el 78% de los votantes se consideran creyentes y el 33% son practicantes). Quizá porque el socialismo de Zapatero es un proyecto sin preocupación de vertebración ideológica, intelectualmente postmoderno con gran flexibilidad para improvisar, pero sin preocupación por fundamentar lo que hace.

Todo esto explica las características del documento de la permanente de la Conferencia Episcopal Española (CEE) ‘Ante las elecciones de 2008’. Antes de las convocatorias electorales los obispos han solido pronunciarse, pero nunca con la contundencia y la clara toma de partido con que lo han hecho en esta ocasión. No está, por supuesto, en discusión el derecho de los obispos a dar su opinión en los debates sociales, ni es el Gobierno, precisamente porque es laico, quien puede acotar el ámbito de incumbencia de los obispos. Pero esto es algo que sí se puede hacer desde dentro de la Iglesia y en función de su naturaleza específica. No pretendo examinar toda la nota episcopal; me limito a algunas reflexiones que me parecen especialmente significativas. Sobre un tema me siento con una cierta autoridad porque disentí públicamente de las conversaciones que el Gobierno estableció con ETA: me parecía claro que no estaban respetando la tregua, además se hubiese requerido una cierta complicidad con la oposición para embarcarse en semejante aventura (el Gobierno no tuvo interés en conseguirla para sentirse más libre) y se realizó de forma tal que se alentaron las esperanzas de los violentos en que algo iban a conseguir. Era una discrepancia muy seria basada en el análisis de los hechos. Pero de ahí a imputar una conducta inmoral al Gobierno por haber atribuido la representación política de un sector de la población al grupo terrorista, como se deduce claramente de la nota de los obispos, media un abismo. Una cosa es una apreciación de la realidad, discutible necesariamente, y otra una valoración moral que implica un juicio de intenciones.

Este Gobierno no ha introducido modificaciones importantes en las leyes sobre el respeto a la vida humana, el aborto y la eutanasia. Estos asuntos están como los dejó el Partido Popular. En cuanto a la asignatura de Educación para la Ciudadanía, somos muchos los católicos a los que, en principio, su introducción nos parece conveniente. Se cursa en casi todos los países europeos y está recomendada por el Consejo de Europa. Una de las más importantes tareas de la escuela es la formación de ciudadanos, enseñando a vivir en libertad y respetando la democracia. Naturalmente que esta asignatura puede orientarse de manera sectaria y habrá que tomar medidas para que no suceda, pero lo mismo pasa con la geografía y la historia (consúltese el ‘currículo vasco’). Si la FERE ha aceptado esta asignatura es porque tiene garantías de que puede impartirse sin contravenir el ideario confesional de sus centros. El tema de las relaciones homosexuales se hubiese podido resolver de forma menos polémica, aunque me parece que está en juego más el fuero que el huevo y es una exageración ver la decisión tomada como un ataque a la familia; el que acabe con discriminaciones y sufrimientos es muy positivo.

En mi opinión la nota episcopal habría ganado con menos contundencia y escoramiento partidista. ¿La insistencia en los temas morales y el empeño por influir políticamente de forma directa no está desfigurando el rostro de la Iglesia en España? ¿No parece expresar un deseo de poder, una nostalgia por un poder social que tuvo hasta no hace mucho tiempo? ¿No sería más pertinente formular de forma positiva el mensaje cristiano haciendo ver el valor humanizante de la apertura a la trascendencia y del Evangelio de Jesús? Para un cristiano el criterio moral decisivo es la ayuda a los más desfavorecidos, la promoción de la justicia y de la paz internacional, la denuncia de la especulación y del negocio de las armas. Y todo esto sólo es aludido de forma secundaria y genérica en la nota episcopal.

Que no se me malinterprete; de ningún modo la religión y la fe deben recluirse en lo meramente privado. San Pablo no se preocupó por cambiar directamente la legislación del Imperio Romano sobre la esclavitud o sobre las mujeres, ni se le pasó por la cabeza ser interlocutor de los representantes del poder imperial, pero creó unas comunidades con unos valores nuevos, prepolíticos, que fueron cuajando y acabaron por transformar aquella sociedad. Nuestra situación es cada vez más parecida a la de Pablo en su sociedad pagana. La Iglesia en España tiene que cambiar el paradigma pastoral, aún nostálgico de poder y de cristiandad. La relevancia pública de la Iglesia y de la fe deberá sustentarse cada vez más en la capacidad de las comunidades cristianas y de sus miembros por expresar y proponer unos valores atrayentes, y no tanto en la influencia política directa de sus jerarcas.

Temo que nos encontramos ante una peligrosa deriva. Los viejos demonios, conjurados durante la Transición, pueden reaparecer y la cuestión religiosa convertirse en motivo de enfrentamiento civil, de nefastas consecuencias en nuestra historia. Un laicismo rancio y dogmático puede verse espoleado y decidido a enfrentarse a un proyecto eclesial, que me temo se está urdiendo con apoyos importantes, en el que la Iglesia como intérprete de los valores morales iría de la mano del proyecto político que le garantizaría la recuperación de su centralidad social. Llega a Europa el proyecto ‘teocon’ -alianza de la derecha conservadora y del tradicionalismo religioso- y pienso en las anquilosadas iglesias nacionales ortodoxas de varios países excomunistas, en algunas tendencias norteamericanas y tengo presente a Sarkozy y a algunos políticos italianos. En mi opinión, esta operación pervierte la fe cristiana y usa en vano el nombre de Dios. Una sociedad laica, en la que se transaccionan las normas y la leyes entre las diversas ideologías, sin privilegiar a ninguna, es el espacio de libertad más justo, en el que la Iglesia debe sentirse cómoda para proponer de forma positiva su visión de la vida. En fin, con la nota que comento los obispos españoles no sé si desprestigian su magisterio o contribuyen a la madurez de sus fieles. Quizá ambos resultados puedan darse al mismo tiempo.

Rafael Aguirre, EL DIARIO VASCO, 5/2/2008