ENTREVISTA A JOSÉ VARELA ORTEGA

Nieto del filósofo Ortega y Gasset, José Varela Ortega (Madrid, 1944) es heredero de una estirpe cuajada en el liberalismo y la razón. Publica ‘España. Un relato de grandeza y odio’ (Espasa). No es una historia al uso ni un alegato ideológico, sino un prolijo ensayo de más de mil páginas en las que aborda el pretérito de nuestro país a partir de los prejuicios y los estereotipos que cuelgan de la imagen nacional.

Pregunta.–¿España es un rara avis?

Respuesta.– No lo creo, el Spain is diferent es puro tópico. Me eduqué con un hispanista, Raymond Carr, que empezó diciéndome que no era hispanista. España tiene peculiaridades, como cualquier país, pero no un pasado tan distinto del Reino Unido o de Francia. Los españoles de los años 20 y 30, antes de 1936, tenían arraigada la idea de que la historia de España era mucho menos cruenta que la de algunos de nuestros vecinos. Voltaire admite que las monarquías españolas son menos sangrientas y vengativas. La Guerra Civil marca y retoma una impronta romántica. La idea es que la España del 36 era un espejo distorsionado de lo que iba a suceder en Europa. Había un clima de terror y de horror, que es lo que ocurrió en nuestro continente entre 1914 y 1945. Esto de que Europa es un continente pacífico no es verdad.

P.– ¿Tenemos los españoles tendencia a saltarnos el imperio de la ley?

R.– Posiblemente, desde la invasión de 1808 se ha mantenido una tendencia de arramplar con todo y tirar por la calle de en medio. Eso lo dice Vicens Vives, un gran historiador catalán, y Cánovas antes que él. La invasión francesa sacó al país de sus casillas. Lo que nosotros llamamos Guerra de la Independencia es una revolución política y social, pero también una ruptura del orden constitucional y legal. La idea de soberanía nacional se inventa por eso: para contestar el hecho que Napoleón hubiera colocado la frontera en el Ebro. Se dice: aquí no se trocea el país más que por la voluntad del conjunto de los españoles. Si usted repasa todas las constituciones democráticas desde 1812 verá que dos artículos que se repiten en todas son los que indican que el país no es patrimonio de nadie porque la soberanía corresponde al conjunto de la ciudadanía de la nación. Por eso ahora el Rey no puede acceder a las pretensiones de los nacionalistas catalanes. Y esa es la diferencia principal con el Reino Unido, donde la soberanía no es de los ciudadanos, sino del Parlamento, entre otras cosas, porque Carlos de Habsburgo le cortó la cabeza a los procuradores castellanos rebeldes, mientras que, un siglo después, los parlamentarios ingleses le cortaron la cabeza a Carlos Estuardo.

P.– ¿Por qué el Gobierno de turno no explica todo esto con claridad para evitar que la propaganda independentista cunda entre la prensa internacional?

R.– La labor de la Secretaría de Estado de Comunicación ha sido patética. Los corresponsales extranjeros más avezados me decían que les reunían para hablar de los Reyes Católicos… Si en cualquier país de nuestro entorno alguien se salta la ley, le meten en la cárcel. Otra cosa, siendo justos, es que los independentistas tengan razón cuando consideran desmedida que la prisión preventiva se alargue casi dos años. No solo por los políticos presos, sino por todos.

P.– ¿Somos una nación sólida?

R.– Es una nación con algunos complejos, pero muchísimo más sólida que lo que demasiada gente cree. Sería un grave error por parte del nacionalismo catalán y vasco creer que se puede dar al traste con todo de un mandoble golpista. Viví durante el franquismo y no me gusta ningún nacionalismo. Mitterrand tenía razón cuando dijo que el nacionalismo es la guerra. Esos nacionalismos quieren rehacer la Paz de los Pirineos, que es de 1659, pero variar fronteras pone muy nerviosos a los europeos porque tenemos muy mala experiencia. La pulsión separatista resulta explosiva para Europa. Ya lo vimos en la antigua Yugoslavia.

P.– Savater afirma que «los símbolos nacionales de España refuerzan el Estado de derecho y, en ese sentido, no son desdeñables». ¿Está de acuerdo?

R.– Es verdad. La banderita de Marianita Pineda [liberal del siglo XIX ejecutada en la Década Ominosa, durante el reinado de Fernando VII] no era exactamente rojigualda, pero es la que encarna la democracia, la igualdad y la nación de ciudadanos. Hay dos tipos de nacionalismo. Uno gira alrededor del concepto de ciudadanos libres e iguales. Otro es el de sangre y territorio, basado en la etnia, las diferencias y la raza. Ésa no es la tradición francesa, española e italiana. Y, por cierto, esta cosa del tribalismo nacionalista etnocentrista no tiene nada que ver con las tradiciones de la izquierda, que en el fondo se remontan a la Ilustración.

P.– ¿Cree que la izquierda ha blanqueado ese «tribalismo nacionalista»?

R.– Hombre, no asume sus postulados abiertamente, pero tampoco los combate, como lo hacía el pensamiento marxista antes. Salvo excepciones como Nicolás Redondo Terreros o Joaquín Leguina, la izquierda no adopta una posición beligerante para combatir ideológicamente al nacionalismo. Transige con estas cosas separadoras, etnocéntricas y tribales, en lugar de defender el principio universalista e internacionalista de la izquierda. Es lo que Félix Ovejero llama la deriva reaccionaria de la izquierda. Hace unos años escribí en la Tercera de Abc que, en estas capitulaciones morganáticas con el nacionalismo, la izquierda se ha dejado algo más que plumas de su identidad programática. Se ha vaciado de contenido ideológico. Ha pinchado en hueso filosófico y eso no se enmienda en un chalaneo de porcentajes. Un discurso más interesado en la identidad que en la semejanza; centrado en etnias, en lugar de la humanidad; en el nacionalismo, antes que el internacionalismo; que trafica igualdad por privilegio; que traduce diferencia cultural en desigualdad sociopolítica, confundiendo el derecho a la diferencia con la diferencia de derechos; que promueve derechos históricos a costa de los individuales; que habla de territorios, en vez de ciudadanos libres e iguales; que, en lugar de exigir el derecho a la igualdad y predicar la virtud de la solidaridad, calcula balanzas fiscales, que no impuestos individuales y progresivos…Un discurso así, en suma, licuará la izquierda.

P.– ¿El colaboracionismo con los nacionalistas no se puede imputar también a la derecha?

R.– Lo de la derecha es un poco de tontería. Se ponen nerviosos en cuanto dicen algo porque son acusados de franquistas y todavía entran al trapo.

P.– ¿Qué opina del bloqueo político de ahora?

R.– Todos están en un teatro y parece que a la gente le gusta. Cuando uno en política hace teatro es que no sabe hacer otra cosa. Mire, me preguntaba antes por las peculiaridades de España. Pues bien, no conozco ningún país de primer nivel en que haya un político que copie su tesis y no dimita. Insólito. Eso no se hace. Y si se hace, hay que reconocerlo y pagar un precio.

P.– En 2013, en una entrevista en El Cultural de EL MUNDO, aseguró: «Están dadas las condiciones para que surja un demagogo con ansias de poder, que hay muchos, pero además se requiere talento para vender su producto populista y eso, afortunadamente, es más difícil».

R.– Por ahora, nos ha salvado la falta de ese talento. Resulta conmovedor que un leninista peronista como Pablo Iglesias recurra al Rey para solucionar la negociación de la investidura. Al revés de lo que decía Kennedy, piensa que se puede engañar a todo el mundo durante todo el tiempo. ¡La próxima vez irá a ver al Nuncio para solucionar el tema! ¿No quedábamos en que lo suyo era pasokizar al PSOE y asaltar el Palacio de Invierno? Pero, efectivamente, el populismo no ha podido armar la que ha armado en Italia, Holanda o Reino Unido. Lo que tenemos es una colección de gente inane y bastante analfabeta, con una ambición desmedida como todo político. Todo político profesional tiene una vanidad sin límites. En La fiesta del chivo, Vargas Llosa retrata al dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo como un hombre que vivía holgadamente, pero al que le daba igual la riqueza. Para él, la riqueza era un medio para financiarse la droga del poder. ¿Usted ha visto a este pobre hombre que nos preside en funciones enseñando a los niños La Moncloa? ¡Le tourné du propriétaire! ¡Es conmovedor! Pero todos los señores del poder son así. Las cosas como son. Ya lo dijo don Gregorio Marañón del Conde-Duque: ambicionaba el poder como el avaro el oro.

P.– ¿La dicotomía entre el español militante y el español indolente, que aparece en las descripciones de los embajadores venecianos en la corte de Felipe II, es una de las ideas centrales de su libro?

R.– La palabra militante la aclararé en una segunda edición. Me refiero a militante no en el sentido meramente bélico, sino constante, emprendedor y enérgico. Ése tipo de español, que lo hay y lo había, frente al indolente que es el de la fiesta y siesta. Ambos estereotipos se oponen. Y es verdad que los españoles de la Ilustración se tragan el estereotipo del indolente propagado desde Francia por Voltaire, Montesquieu y Diderot, que pinta a España como un país católico y fanático, y contrario a la modernidad. Se lo tragan a pesar de que el estereotipo lo fabrican personas que no habían pisado nunca España.

P.– ¿Cuándo surgen las caracterizaciones que aún hoy penden de la imagen de España?

R.– En la época imperial. La reconquista de Granada tiene un impacto enorme en Europa. Y la de América produce una admiración sin límites. El auge de la monarquía y de la cultura hispánicas deslumbra. Mucho después, el Romanticismo fue fundamental para crear la imagen del español apasionado, rebelde y exótico, en que lo antiguo y primitivo se considera fascinante.

P.– ¿A qué imágenes se asocia lo español?

R.– Ahora a una imagen mucho más rica y compleja que en el pasado, pero persiste la idea que vendemos desde el siglo XIX: colorido, fiesta, diversión, animación, buen tiempo, vida en la calle. El profesor José Carlos Mainer decía que España «tiene el exotismo dentro de sí misma, lo que es un privilegio y una condena». Es verdad. ¿Cómo compaginamos vender ordenadores y construir trenes AVE con la idea andalusí del flamenco? Se puede hacer. Hace 80 años, Italia tenía una imagen de opereta. Hoy se asocia al diseño, el buen gusto y la belleza.

P.– En la diatriba intelectual entre Roca Barea (Imperiofobia y leyenda negra, Siruela, 2016) y José Luis Villacañas (Imperiofilia y el populismo nacional-católico, Lengua de Trapo, 2019), ¿de qué lado se sitúa?

R.– Son libros de muy distinta entidad y ambos diferentes a mi enfoque. El de Roca Barea me enseñó muchas cosas y creo que ella no debería entrar en ninguna polémica con un librito que no tiene el menor interés. Combatir la leyenda negra me parece exagerado y un tanto anacrónico. El sujeto es de naturaleza del todo diferente: tengo serias dudas sobre la capacidad de los españoles de hoy para emprender hazañas ciclópeas como la conquista de América.

P.– ¿Qué recuerda de su abuelo, Ortega y Gasset?

R.– Empezaré diciendo que era inocente del producto. Lo veía todos los días hasta los 12 años porque comía en su casa. Era muy divertido y nos hacía muchos regalos. Nos preguntaba muchas cosas y nosotros a él también. Su casa estaba forrada de libros. Pero fue una relación estrictamente familiar.

P.– En su discurso Rectificación de la República, pronunciado el 6 de diciembre de 1931, Ortega proclamó: «Si la Constitución crea desde luego la organización de España en regiones, ya no será la España una, quien se encuentre frente a frente de dos o tres regiones indóciles, sino que serán las regiones entre sí quienes se enfronten, pudiendo de esta suerte cernirse majestuoso sobre sus diferencias el Poder nacional, integral, estatal y único soberano». ¿Qué diría hoy?

R.– Bueno, ese párrafo sólo sería posible comprobarlo con una reforma profunda del Senado como Cámara territorial. Pero, en todo caso, sería injusto y pretencioso que yo intente suplantar su opinión. Él era moderadamente pesimista a la hora de creer, como pensaba el Azaña de antes de la guerra, que el problema territorial se podía solucionar hablando con políticos. Pensaba que era mucho más complicado. También es cierto que en el Estatuto de Cataluña, en 1932, se pone mucho más cuidado en la enseñanza que el que se tuvo en la Transición, quizá por complejos. Entonces, se introdujo un artículo que autorizaba al Estado a crear instituciones educativas en el territorio de la región a cualquier nivel y que la enseñanza en esos centros estatales fuera en castellano.

P.– ¿La herencia liberal que encarnaron Ortega y Marañón pervive en la política de nuestros días?

R.– No en los mismos términos, pero creo que la gente es mucho más liberal de fondo. Tolera discrepancias, es más dialogante y se ha renunciado a la violencia, cosa que sí existía en los años 20 y 30. ETA pierde la guerra porque la gente no quiere violencia. El doctor Marañón aseguraba que ser liberal es una actitud y un modo de ser. El español de antes, por contra, no perdonaba la corrupción y la falsedad. El partido de Lerroux, que era una fuerza política importante en el centro, se hundió por pequeñas corruptelas que hoy nos darían risa. Fernando Cos-Gayón, que fue ministro a finales del siglo XIX, falleció en 1898 y su familia no pudo pagar el entierro. ¡Y ese hombre fue muchos años ministro de Hacienda!

Presidente de la Fundación Ortega-Marañón y director de la ‘Revista de Occidente’ Doctor por la Universidad de Oxford Autor de ‘Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración (1875-1900)’ y ‘Los señores del poder y la democracia en España’