Félix Ovejero-El País

Estamos ante una batalla política y, en nuestro tiempo, las batallas políticas comienzan por socavar los territorios comunes

La guerra de las ideas se disputa en factorías de palabras. Algo nuevo. Los revolucionarios clásicos acudían a la sencilla dignidad de palabras de familia gastadas tibiamente. Si acaso, volvían la mirada atrás, a griegos, romanos o, más tarde, a la Francia revolucionaria. Ahora es distinto. Ha sucedido, superlativamente, con el feminismo más reciente y su impresionante capacidad para despachar nuevos sintagmas: microagresiones, mansplaining, bropropriating, manterruption, etc. Se trata de un léxico, casi siempre autorreferencial, que inunda los debates y, no pocas veces, deja con el pie cambiado a los interlocutores, incapaces de saber de qué se habla. No se trata tanto de hechos nuevos sino de designaciones nuevas de hechos antiguos que, por lo mismo, cabe pensar, se podrían haber denunciado con las palabras de todos. Pero estamos ante una batalla política y, en nuestro tiempo, las batallas políticas comienzan por socavar los territorios comunes, que es algo bien distinto a discutirlos.

Ese despliegue léxico con frecuencia superpone, sin distinguir, varios registros: el normativo y el positivo, el cómo son las cosas y el cómo nos parecen, bien o mal, con la biología como sospechosa habitual; el académico-técnico y el común, el uso preciso y explícito y las palabras comunes de la tribu, como se ha visto con las decisiones judiciales; los actos locutivos y los ilocutivos, cuando los adjetivos, abandonada su función clarificadora, se usan para acallar discrepancias o desatar emociones.

Esa superposición tiene insanas consecuencias para el necesario debate de las causas justas. Primero, propicia la ambigüedad, el mejor modo de no entenderse. El nuevo léxico crea una ilusión de precisión (Lilienfeld, Microaggressions: Strong Claims, Inadequate Evidence) y acaba por encanallar los debates. Parafraseando a Russell se podría decir que “las controversias son más salvajes cuando no hay precisión. La persecución se utiliza en la teología, no en la aritmética”. Por otra parte, la discusión se empantana por las malas maneras argumentales: hechos que se confunden con valores (falacias naturalistas y moralistas), técnicas estadísticas maltratadas y omnipresencia de la falacia ad hominem (“tú, hombre, no lo puedes entender”). Tercero, no se sabe muy bien si se discuten teorías académicas o propuestas políticas. La crítica a ciertas teorías se considera una descalificación del movimiento emancipador, como si criticar la teoría del valor trabajo descalificara al socialismo. Dudar de ciertas tesis se entiende, sin más trámite, como un acto de opresión. Y no: discutir la calidad epistémica de la “perspectiva de género” no es defender la violación.

Pero lo peor de todo es que la resistencia a matizar puede arramblar con las mejores propuestas. La discriminación positiva, justificada en determinadas circunstancias, puede ser la primera víctima, cuando se convierte en incondicional y se defiende con pobres argumentos. El afán de decorar con (mala) teoría propuestas sensatas y la insistencia en tomar la crítica a la primera como una descalificación de las segundas, es un modo seguro de allanar el camino al triunfo de las peores ideas. No sería la primera vez.

A ver qué pasa.