Filosofía, política y economía

ABC 10/08/16
JULIO L. MARTÍNEZ, RECTOR DE LA UNIVERSIDAD PONTIFICIA COMILLAS ICAI-ICADE

· Las universidades jesuitas Comillas y Deusto lanzamos un grado en Filosofía, Política y Economía respondiendo a la urgencia de pensar con rigor y «cultura» en tiempos tan «interesantes» como los nuestros.

TRES años antes de la llegada de Hitler al poder, Ortega escribía en Misión de la Universidad que «el profesionalismo y el especialismo, al no ser debidamente compensados, han roto en pedazos al hombre europeo, que por lo mismo está ausente de todos los puntos donde pretende o necesita estar… El desmoronamiento de nuestra Europa, visible hoy, es el resultado de la invisible fragmentación que progresivamente ha padecido el hombre europeo». A quien se pregunte hoy por las causas de la actual crisis de Europa, no le vendrá mal reflexionar sobre esas palabras.

Durante décadas, después de la Segunda Guerra Mundial, parte del mundo, particularmente Europa Occidental, vivió una época en la que la economía, la política y la sociedad parecían haber encontrado el engranaje adecuado para alcanzar un progreso y bienestar duradero que diera seguridad y certidumbre a los ciudadanos. La vida social aparecía como algo ordenado, previsible, controlable en función de unas variables perfectamente definidas: economía de mercado, estado social y democrático de derecho, pacto intergeneracional basado en el pleno empleo… Delegamos en los medios de comunicación la responsabilidad de informarnos; en los técnicos, la de decir lo que pasa; y en los políticos, la de decidir sobre las cuestiones que nos afectan como sociedad.

En los últimos lustros asistimos a cambios muy profundos en todos los ámbitos: globalización económica y social, desigualdad creciente, multiculturalidad convulsa, envejecimiento demográfico, insostenibilidad medioambiental, redefinición del trabajo en una sociedad tecnologizada están trastocando el aparentemente orden sencillo de antaño y nos introducen directamente en la perplejidad. Captar e interpretar la complejidad creciente del mundo en el que vivimos hace necesario contar con conocimientos y herramientas multidisciplinares. Lo cuantitativo y lo económico se han convertido en referentes inexcusables del debate público, pero se echa de menos con frecuencia el rigor, la reflexión matizada y el sentido crítico que aporta la filosofía.

¿Cómo prepararnos para afrontar la complejidad creciente y el reto de construir entre todos una sociedad y un mundo «humanos»? Si la realidad es multidimensional, no podemos comprenderla desde una perspectiva única; por eso es cada vez más necesaria una formación multidisciplinar, o aún mejor interdisciplinar (diálogo entre disciplinas) y transdisciplinar (apertura a la sociedad). Desde luego las ciencias proporcionan verdades imprescindibles que interpretan el mundo en sus áreas de conocimiento, pero parciales, pues ninguna de ellas nos entrega su último sentido. La realidad se puede estudiar por «parcelas», pero ella misma no está «parcelada», y por eso la interdisciplinariedad se vuelve imprescindible como cauce de respeto a una realidad compleja.

El Brexit ilustra bien la importancia de tener esta visión interdisciplinar sobre una realidad compleja. La visión tecnocrática, centrada en la racionalidad de los datos –sobre todo económicos– a favor de la permanencia frente al discurso emotivo e identitario partidario de la salida. El resultado: un país sumido en la incertidumbre económica y política, y atravesado por fracturas territoriales, sociales y generacionales; perplejo ante el uso de instrumentos tan inequívocamente democráticos como un referéndum; que oye hablar de democracias posfactuales (donde los hechos no importan, son las emociones las que guían las decisiones políticas) y se cuestiona un modelo de ciudadanía poco autoexigente.

Las ciencias, en todas sus expresiones, tienen por delante el reto apasionante de defender su propia identidad y misión: buscar la verdad según la propia epistemología, al servicio de la sociedad. Y su mayor riesgo estriba en ser instrumentalizadas por el poder. Precisamente ahí aparece la tan traída y llevada tecnocracia, que no se refiere a la aplicación de métodos técnicos a la solución de problemas definidos ni critica que algunos expertos pongan sus conocimientos y experiencia al servicio de la sociedad en la acción política (los «tecnócratas con corazón» que defendía Salomé Adroher en ABC 5/5/2016), sino que habla de un ethos penetrante, una visión del mundo que pone la tecno-ciencia al servicio de intereses (generalmente camuflados como neutrales) en los cuales priman factores como la mera utilidad, la eficacia o la funcionalidad. Ese «paradigma tecnocrático» subvierte no solo el sentido de la ciencia y la técnica, sino también la relación entre fines y medios, al otorgar a estos últimos un rango que humanamente no les corresponde. Cuando una elite se sirve de la racionalidad científico-técnica para sus fines, puede acabar convirtiendo la realidad, también al ser humano, en objeto de experimentación o negocio bajo criterios puramente marcados por la eficacia o la rentabilidad. Muchas decisiones políticas, tanto en el ámbito económico como ante dramas humanos como el de los refugiados, no son ajenas a ese modo tecnocrático de proceder.

Deberíamos maravillarnos agradecidamente por tanta utilidad e incluso belleza como hay en los avances científicos y tecnológicos. Pero sin olvidar que la ciencia y la tecnología siempre implican valores y están vinculadas a un sentido del mundo, y no solamente en el uso que se hace de ellas. Pienso con el Papa Francisco que «el inmenso crecimiento tecnológico no ha estado acompañado de un desarrollo del ser humano en responsabilidad, valores y conciencia», o que la posibilidad de «utilizar mal el poder crece constantemente cuando no está sometido a norma alguna reguladora de la libertad, sino a los supuestos imperativos de la utilidad y la seguridad» (LS 105). Los avances de la tecno-ciencia no pueden, por sí solos, hacerse cargo de las preocupaciones ni del sentido del ser humano y de la existencia en su totalidad.

Si Francisco está pidiendo «ética sólida, cultura y espiritualidad», Ortega urgía a tomar «la cultura» como «la tarea universitaria radical». Cultura es «lo que salva del naufragio vital, lo que permite al hombre vivir sin que su vida sea tragedia sin sentido o radical envilecimiento». Ese sistema vital de ideas y convicciones de cada tiempo no está formado sólo por ideas científicas: «no seamos paletos de la ciencia. La ciencia es el mayor portento humano, pero por encima de ella está la vida humana misma que la hace posible. De aquí que un crimen contra las condiciones elementales de ésta no pueda ser compensado por aquélla». Eso sí, tomarse en serio la cultura requiere de la colaboración de la filosofía.

Cuando exigimos a la política que no se subordine a la economía y que busque el bien común poniendo a las personas en el centro, reclamamos un humanismo que cultive una dimensión ética (no cosmética) de la vida y la profesión, un horizonte sapiencial donde los análisis y las decisiones, así como los logros científicos y tecnológicos, estén acompañados por valores filosóficos y éticos. Eso se aleja de todo especialismo estrecho y contraproducente, que va bien con la tecnocracia, pero no con la búsqueda de la sabiduría y el bien común.

Las universidades jesuitas Comillas y Deusto, con la colaboración de la Ramón Llull, lanzamos un grado en Filosofía, Política y Economía respondiendo a la urgencia de pensar con rigor y «cultura» en tiempos tan «interesantes» como los nuestros. Ya tienen un programa análogo las universidades públicas Pompeu Fabra, Carlos III y Autónoma de Madrid. No debe ser casualidad que seamos estas dos ternas las que decidimos ubicar a la política y la economía en el hogar humanista y crítico de la filosofía. Audaces fortuna iuvat.