Hacia la estación de Finlandia

JAVIER REDONDO RODELAS – EL MUNDO – 17/08/15

· La cúpula de Podemos infantiliza nuestra sociedad. En su desprecio al «régimen del 78», todo es muy viejo aunque parezca nuevo.

En una escena de la película Matar a un rey, lord Fairfax, partidario de limitar el poder del monarca y consolidar el parlamentarismo en Inglaterra, le reprocha a su hasta entonces amigo y aliado revolucionario, el megalómano Cromwell, ejecutor de Carlos I: «Acabamos con el rey porque nos trataba como súbditos y ahora tú tratas a las gentes de nuestro pueblo como si fueran ovejas». Cromwell, el tirano que prometió a la multitud que gobernaría en su nombre encandilaba con un discurso encendido, superficial, campechano, pretendidamente sublime, cautivador y revanchista.

La cúpula de Podemos hace exactamente lo mismo y contribuye a infantilizar a nuestra sociedad. Todo es muy viejo aunque parezca nuevo. No sólo desprecia nuestra democracia, mal llamándola –y de paso degradándola– «régimen del 78», reniega de la democracia misma, sirviéndose de un maniqueo debate conceptual que contrapone el modelo representativo, procedimental y liberal-protector al deliberativo, participativo y asambleario. Desprestigia las elecciones y prestigia los referendos; concede mayor legitimidad a los movimientos ciudadanos –empleamos sin conocer su significado político la expresión empoderar a la gente– que a los partidos tradicionales; prefiere el activismo al sufragio.

En el ámbito académico ha sido tal la dejación de la defensa de la ley y la libertad como ejes y motores de la democracia y la prosperidad que cuando los biempensantes nos hemos desperezado carecemos de espacio y resortes para abordar una discusión racional, abierta y plural sobre la naturaleza de los sistemas de gobierno. La bulimia postmarxista impide un debate fuera de los límites y radio de acción de su lenguaje y concepción estrecha y falaz de la realidad. Se nos persuade de que hay que ampliar los cauces de participación en lugar de incidir en los mecanismos de protección de las libertades individuales, la seguridad jurídica y la igualdad ante la ley. En el mundo de las democracias idílicas y de los buenos sentimientos, el Estado de Derecho se desvanece. Triunfan los deseos del pueblo. Con el banal pretexto de la horizontalidad se erige el reino de la arbitrariedad: la voluntad de una parte del pueblo es sagrada; la otra parte, cómplice de los poderosos, ni siquiera es digna de considerarse pueblo.

Por eso, el cisma abierto en Cataluña por el nacionalismo y la emergencia de Podemos son dos manifestaciones del mismo fenómeno, largamente larvado: la devaluación de los derechos individuales y la emergencia de unos supuestos derechos colectivos y de participación, la entronización de un inexistente derecho a decidir independientemente de los cauces y procedimientos legales. Para los nacionalistas y neocaudillistas las instituciones representativas tienen un carácter técnico y finalmente obstruccionista, pues la verdadera democracia se hace en la calle. Ambos piensan que el colapso del modelo –crisis, corrupción y financiación– pone en bandeja la oportunidad de sustituirlo.

El historiador Arno J. Mayer define con precisión el proyecto revolucionario bolchevique: es una «amalgama inconsistente de ideología y circunstancia, intención e improvisación». O sea, mucho vocabulario apetecible y seductor, un momento preciso –Lenin no podía dejar escapar aquel tren a San Petersburgo cuando llegaron a Suiza los primeros ecos de la revolución–, un fin muy claro –la conquista del Estado– y decisiones puntuales condicionadas por la marcha de los acontecimientos.

Como buenos pastores, encauzan cada amago de desviación y problema sobrevenido por la senda de sus propios parámetros discursivos: palabras que repiten hasta la saciedad ¿No les llama la atención que cuando los dirigentes de Podemos se pronuncian sobre un asunto lo hacen siempre en términos comparativos respecto de otro que ellos mismos han introducido en su argumentación y tiene poco que ver con el originalmente propuesto? ¿Qué respondan con una pregunta cada pregunta? Así evitan contestar a lo primero y eluden abordar lo segundo con rigor y honestidad.

¿No les sorprende que toda la cúpula de Podemos hable tan deprisa? Si ustedes se detienen a examinar a fondo cada intervención, las conjunciones causales –omitidas o verbalizadas– no se sostienen. El discurso no sigue una lógica argumental, simplemente es una sucesión frívola e inconexa de consignas en las que subrayan determinadas palabras comodín que han clavado como picas en la agenda política. Emplean dicotomías constantemente porque entienden la política como conflicto y movilización permanente (norte-sur, arriba-abajo, poderosos-gente, Alemania-Grecia, casta-pueblo…). Se nutren de la división y el envilecimiento, buscan la diferencia, ponen etiquetas y sobre todo tratan de distinguirse de todos los que no son gente, los que no son ellos, a los que señalan hasta la vergüenza. Uno de sus insignes ideólogos sostiene que hay más gente buena a izquierda que a derecha y que los empresarios incumplen la ley porque no temen al pueblo –no porque no teman a la ley–.

Con tosquedad pero eficacia identifican siempre, en nuestra sociedad de divisiones y demandas múltiples, esto es, diversa y plural, la opción popular, hechizante, exitosa, sencilla y elemental. Se aferran a ella y elaboran su propuesta. A eso le llaman transversalidad. La cúpula de Podemos articula su discurso según esta secuencia: primero presenta una conjetura –un prejuicio o juicio de valor– como tesis irrefutable; sin solución de continuidad plantea una pregunta capciosa; por último, enumera conclusiones sin hilvanar.

Cuando el líder incorruptible de la formación sostiene que Marx y Engels se hubieran definido como socialdemócratas, igual que Bernstein, Rosa Luxemburgo y Vladimir Ilich, no sólo miente, además trata a los lectores de EL MUNDO como ovejas o como niños. Busca confundirlos, no únicamente con la pueril omisión del apelativo de Lenin. Marx y Engels nunca se definieron como socialdemócratas, de hecho, una de las rupturas de la Internacional socialista escinde a marxistas y socialdemócratas; tampoco Luxemburgo, que empleó el término de manera puramente instrumental; ni mucho menos Lenin, que se apoderó de la denominación precisamente para fagocitarlos y dulcificar sus propios propósitos.

En El Estado y la revolución, el lúcido Lenin dedica un capítulo a los socialdemócratas: les llama «oportunistas». Se ceba especialmente con Kautsky y Bernstein, a quienes considera traidores a la causa proletaria. Ambos se atrevieron a asociar bolchevismo y dictadura. Para Lenin, los socialdemócratas eran aliados coyunturales y útiles para alcanzar el poder, pero eran incapaces de dotar de paz y libertad al pueblo, pues se reconocían amigos de los países con los que Rusia tenía contraídas deudas –Inglaterra y Francia– y porque formaban parte de la clase «terrateniente opresora».

En este sentido, conviene no perder de vista un aspecto estratégico. En 1917, Kerenski, el joven y apuesto socialdemócrata ligeramente escorado a la izquierda –a pesar de su origen burgués–, que gustaba a las señoras de San Petersburgo, renegó altaneramente de los liberales de su partido porque pretendían mantener los vínculos con los países aliados y se consideraba llamado a desempeñar un papel ilustre, ¡ay!, con la inestimable ayuda de Lenin. Mientras Kerenski le tendía la mano, Lenin ya lo había sentenciado en las cartas que envió desde su exilio a sus correligionarios bolcheviques, a quienes recordó que constituían la mayoría porque el pueblo estaba de su lado. Para Lenin, los socialdemócratas habían mostrado su incapacidad de proporcionar pan a su gente. Kerenski reaccionó y le espetó: «Esto es socialismo»; Lenin ni se inmutó: «Es democracia».

LA CALIDAD de la democracia no se mide por las intenciones, el postureo o la puesta en escena; la democracia es algo mucho más elevado, sustancial y también formal. Cuando la cúpula de Podemos se muestra partidaria de emprender un proceso constituyente se mueve siempre en el terreno de la ambigüedad y se sitúa en el lugar común más apacible: habla de impulsar un gran debate social. No, así no. Es preceptivo formar una mayoría parlamentaria y seguir la pauta establecida en el artículo 168 de la Constitución, que incluye disolver las Cortes que presenten la reforma y finalmente someter el proyecto a referéndum. Cierto que puede haber un procedimiento más tentador, similar al seguido en enero de 1918 en Rusia: el tercer Congreso de los Soviets abrió los debates en el Palacio de Taúride, se consideró heredero natural de la Asamblea Constituyente y la disolvió. En cierto modo, el nacionalismo catalán ha emprendido este camino. El incumplimiento de la Constitución y la ley por la vía de los hechos no nos es ajeno.

El objetivo de los nuevos caudillistas es construir una nueva democracia sobre la base de las mareas de indignados y los colectivos sociales. En esto también han seguido escrupulosamente el manual: las mareas, indignados y colectivos han servido para escenificar el proceso de formación del movimiento: de abajo hacia arriba. Una vez consolidado el partido, estos pasan a ser apéndices, sectores críticos o meras bases, ya que sólo el partido y su líder tienen la fuerza y autoridad suficiente para aglutinar sus demandas y combatir al sistema.

Las elecciones generales representan para la cúpula de Podemos la oportunidad de alcanzar su estación de Finlandia, el punto de no retorno, el lugar donde el aclamado Lenin (hoy las audiencias sustituyen a las masas), regresando de su exilio, supo que impondría su voluntad y que laminaría a toda la oposición, incluidos los socialdemócratas, aunque el suyo no fuera el partido mayoritario. Éste es el enorme desafío que afronta nuestro apuesto Kerenski.

Javier Redondo Rodelas es profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid.