EL MUNDO – 10/09/15 – NICOLÁS REDONDO TERREROS
· Felipe González ha planteado el problema catalán en un marco que hace imposible la solución. Hay que presentar el debate en términos racionales. No se puede legislar sobre sentimientos y pasiones.
Sin perjuicio de que la entrevista a Felipe González en La Vanguardia no recogiera literalmente lo que él respondió, sí sirve para reflexionar sobre los esfuerzos de los constitucionales para dar una solución al conflicto planteado por los independentistas catalanes. Afirmaba el ex presidente en la ya famosa entrevista que la cultura catalana, podemos incluir el catalán, es intocable y requiere una defensa constitucional. ¿Pero qué es la cultura catalana?, o mejor aún, ¿qué es la cultura? ¿Y qué pasa con la vasca o la aragonesa, tendrían el mismo derecho? Y por cierto esa defensa particular, ¿dónde dejaría a la cultura española, o es la única que en realidad no ha existido nunca? Cae el líder socialista en la contradicción suprema de querer encerrar en los límites de la ley la más grandiosa expresión del ser humano y por lo tanto ilimitable legalmente.
¡Qué dilema nos plantea el histórico líder socialista! Según como le contestemos nos convertiremos en personas que, apelando a la razón, queremos un espacio público más integrado, menos sentimental y, por lo tanto, nos tacharán de anti-catalanes; si aceptamos su visión compraremos la gratitud de un grupo de catalanes, yo creo que pequeño, a cambio de perder universalidad y cosmopolitismo. El ex presidente prefiere una visión de la cultura romántica y contraria a la Ilustración, yo en cambio me quedo con aquéllos que entienden la cultura como el ámbito en el que se desarrolla la actividad espiritual y creadora del hombre, y rechazan el posesivo «mi cultura», en el que la colectividad impregna totalmente tanto los pensamientos más elevados como los gestos más rutinarios.
Yo por ejemplo soy español y mi cultura española es el resultado de una mezcla de diferentes culturas, con predominio de unas sobre otras en campos diferentes; sería para mí terrible que me defendieran del contagio que quiero, deseo y necesito. Las culturas deben impulsarse con la mezcla, aborreciendo las purezas nacionalistas que imponen el conflicto con las demás como único medio de reconocimiento, muy bien descrito en La traición de los intelectuales de Julien Benda: «…Ahora cada pueblo se abraza a sí mismo y se asienta dentro de su lengua, de su arte, de su literatura, de su filosofía, de su civilización, de su cultura contra los demás. El patriotismo es de una forma del alma contra otras formas del alma».
Felipe nos plantea el problema catalán en un marco que hace imposible la solución. Quiere legislar sobre sentimientos y pasiones, y esto históricamente ha resultado imposible o un desastre. Ahora bien, si planteamos el problema en términos racionales, claro que pueden existir soluciones variadas: unas acertadas y otras erróneas según las perspectivas desde las que se analicen. Yo no cejaría, siempre después de las elecciones del 27 de septiembre, en el intento de buscar ámbitos públicos de respeto, con la condición de que esos ámbitos también se trasladaran a Cataluña; no sea que por querer agradar a unos humillemos a otros, sean mayoría o minoría, ¿yo estaría inscrito pensando así en la Tercera Vía? No existe una cultura catalana homogénea, pura y mística o, por lo menos, yo no la deseo así. La cultura catalana que quiere representar por ejemplo Guardiola con todo su derecho cuando dice: «Vengo de un pequeño país del norte…», la complementa un catalán como Carlos Herrera Crusset, que vive en Sevilla y le ha dado por dirigir una cofradía en la ciudad natal del ex presidente. La gran diferencia entre los dos representantes de esa cultura catalana, que no se puede constitucionalizar, es que el entrenador de fútbol ha sido jugador de la selección española y si quisiera sería su entrenador, sin embargo el periodista nunca llegará al palco del Barça, por mucha ilusión que le haga.
Aun así, creo que podemos pactar un espacio público definido que dependerá de nuestra voluntad, de nuestras conveniencias, de lo que estemos dispuestos a dar y recibir, por lo tanto de nuestra razón. Ya lo intentamos con la Constitución del 78, con el primer estatuto, con el segundo y lo podemos intentar con un tercero o un cuarto. El problema es que los que provocan nuestra necesidad de renovar continuamente esos pactos de convivencia siempre han querido más y nunca han trasladado ese espíritu convivencial a la sociedad catalana. Llevamos actuando de este modo desde 1978, siempre buscando cómo satisfacer a los nacionalistas catalanes. Tal ha sido nuestro esfuerzo por contentar a los independentistas que hemos sonreído para templar gaitas cuando insultaban a los andaluces o extremeños, hemos callado, y Felipe bien lo sabe, cuando la confusión entre lo público y lo privado en Cataluña se confundía hasta provocar vergüenza ajena y hemos mirado hacia otro lado para que pudieran imponer una homogeneización social imposible en una sociedad moderna. No nos ha importado sufrir continuos desaires, basados en una posición prevalente que no tienen, les hemos dejado que hicieran oficial y única la historia sentimental de una parte de su sociedad, y casi siempre han sido recibidos con gesto genuflexo para no provocar su ira.
Sólo por los resultados de la estrategia de apaciguamiento que tanto desde la izquierda como desde la derecha hemos desarrollado estos últimos 30 años, sería conveniente establecer otra distinta, que no tiene que ser ni la de la fuerza, ni la de la intransigencia, ni la del miedo. Una nueva estrategia que podríamos denominar estrategia de la responsabilidad frente a la propuesta nada novedosa de Felipe de blindar las causas de la ¿identidad nacional catalana?. Porque si finalmente las únicas opciones que me ofrecen son la propuesta de blindar constitucionalmente proyecciones sentimentales de una parte de la sociedad catalana o la de volver a empezar desde cero, yo, à mon grand regret, me declaro firme partidario de volver a empezar, desdiciendo en parte las posiciones políticas que he venido defendiendo en los últimos años. Pero hay momentos en los que toda la buena voluntad no vale nada ante el radicalismo sentimental de los nacionalistas.
COMO TAMPOCO sacralizo la historia, la cultura o la nación, sino que busco un espacio en el que podamos vivir pacíficamente y de forma armoniosa con nuestro pasado (pasado del que no soy prisionero, pero sí soy deudor y que a mi leal entender se llama España, Cataluña incluida), prefiero entonces que dejemos a los catalanes decidir su futuro porque sobre todo lo que no quiero es ser corresponsable en la aventura de un Estado fracasado como lo fue la Primera República, aunque sigo convencido que existen soluciones intermedias a la política totorreista tot o res, por cierto característica muy española. De lo que nadie me puede convencer es que dando más a Mas podamos convivir con la armonía mínima que necesita todo espacio público con voluntad de ser un sujeto histórico, y no varios sujetos confusamente mezclados en la neblina del miedo o de pasados inmortales. Pero antes de llegar a cualquier solución, demos la batalla que nos han impuesto, hagamos lo posible por impedir que lleven adelante un proceso que les perjudicaría sobre todo a ellos. No nos entreguemos antes de que los catalanes digan lo que piensan.
De todas formas, esta discrepancia con Felipe González muestra una controversia sobre cuestiones fundamentales para nuestra convivencia que sólo pueden mantenerse desde posiciones democráticas que imponen aceptar el derecho del otro a discrepar hasta de que lo que a uno puede parecerle lo más «sagrado». Ésta es la ventaja que tenemos nosotros y que no tienen los nacionalistas catalanes, siempre embarcados en la homogeneización de una sociedad que tiene contradicciones como todas las sociedades modernas.
Sirvan por lo tanto estas reflexiones para disentir educadamente con mi compañero de partido, sin caer en las descalificaciones y atentados al buen gusto de los que hizo gala el independentismo catalán cuando leyeron su carta A los catalanes en El País, porque sólo desde la discrepancia pacífica y respetuosa puede salir la verdad, en este caso, lo más conveniente para España.
Nicolás Redondo es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.