La gran fiberia

 

Los euscaldunes habían logrado inicialmente un nuevo Estatuto de Cosoberanía que más tarde se convirtió en un Régimen de Soberanía Compartida con Independencia Aplazada y que finalmente desembocó en una Unión de Facto con Independencia de Iure.

Resultaba bastante difícil bautizar al nuevo sistema, por lo que nadie se atrevió a estropear tan maravilloso artificio jurídico-político con la simpleza de un mero sustantivo: era lo que era, y punto.

Enseguida catalanes y gallegos, primero, y tras de ellos los andaluces, canarios y manchegos, reclamaron igualmente un trato similar por el Estado central reivindicando su derecho a la expresión soberana de sus respectivos pueblos y aduciendo para ello contrastadas realidades históricas que, en algunos casos, se hacían remontar hasta el Neolítico. Algunos historiadores pusieron el grito en el cielo, pero no eran aquellos tiempos ni para la poesía ni, mucho menos, para la historia verdadera. Finalmente el conjunto de las comunidades accedieron a regímenes similares en los que las competencias asumidas eran prácticamente todas las de un Estado y tan sólo se reservaban al Estado descentral la organización de la Liga de Fútbol, las relaciones con las ONG y la gestión de las casas rurales del territorio federal. Se tuvo que elaborar una nueva Constitución lo que suscitó un trabajo extraordinario para juristas, expertos en semántica, sociólogos e incluso filósofos que discutieron largamente si un ente que es pero no es puede ser aun no siendo lo que debe ser. Mas al fin se alumbró la novísima Constitución en la que, tras sucesivos referendums de las antiguas regiones autonómicas, se acordó la creación de la Federación Ibérico-insular de Estados con la Soberanía Coparticipada; tan difícil era aparejar unas siglas eufónicas con aquellas mimbres nominales que se optó, muy a lo popular, por denominar el nuevo ente político como la Gran Fiberia o simplemente la Fibérica, en expresión de demotismo subido.

A lo largo de todo este proceso político la Unión Europea intentó capear el temporal para no perder a uno de sus socios otrora más influyentes y así estableció durante unos años unas relaciones especiales con los distintos ministros de Exteriores de los Estados Ibéricos, conviniéndose en considerar al nuevo Estado como la suma de varios en uno sólo aunque sin ser uno sólo plenamente y a cada uno de los varios como un Estado sin serlo al completo. Los problemas de protocolo, de toma de decisiones, y, por qué no decirlo, de trastornos mentales de muchos funcionarios de la UE, obligó a acordar una decisión penosa: mientras se aclaraba la entidad de aquel pluriestado federante, la nueva Fibérica, antigua España, dejaba temporalmente de pertenecer a la Europa de los Veinte y entraba en cuarentena como nación inconclusa.

Por otro lado, en cada Estado Federado del viejo pero remozado país se inició, al principio tímidamente, más enseguida con una fuerza inesperada y arrolladora, un movimiento amplísimo de reivindicación soberanista, aunque ahora más local, cercano e inmediato. Fue Cartagena quien rompió aguas y exigió en un primer momento el reconocimiento de un Estatuto de Autonomía con Reserva de Otras Intenciones; posteriormente tomó el relevo Vigo, que reclamaba la secesión de Pontevedra junto con un Estatuto Especial dentro del Marco Gallego y la vuelta a la peseta como unidad monetaria en su territorio. Después caminaron por la senda semisoberanista territorios y ciudades de más o menos calado económico, social o histórico y así fue como veinte ciudades castellanas se declararon Cantones Dependientes pero Insumisos, o quince comarcas andaluzas accedieron, por una enmienda constitucional de urgencia, a la situación de Territorios Que Comparten Pero Aparte, y miles de ejemplos más que en esta brevísima historia no caben, pero se pueden imaginar. Bien es cierto que la situación adquirió ciertos ribetes cómicos, casi ridículos, si no se ofendieran sus protagonistas al recordárselo, cuando un barrio del cinturón norte de Madrid se lanzó a la calle para alcanzar su Estatuto de Autonomía Urbana concluyendo que si otros territorios con tan sólo unas decenas de miles de habitantes disfrutaban de algún tipo de soberanía, por la misma razón demográfica (pues las justificaciones históricas eran más indemostrables) podían ellos pretender su cuota de independencia aunque ésta no fuese total. Finalmente se les concedió aquello que reivindicaban, aunque a esas alturas ya no se sabía muy bien quién concedía ni qué se concedía.

Dificultades, no nos engañemos, hubo muchas. Aparte de las meramente administrativas, se añadieron las de hiperreproducción de cargos políticos, duplicación y triplicación de funcionarios, de instituciones, de banderas (en algunos sitios se enarbolaban unas veinticuatro en determinadas fiestas, y se llegó al acuerdo de enarbolar sólo la del santo patrón) de himnos, de competencias, de incompetencias, de carreteras, de límites etc. Pero de todas ellas la más grave, y que además llevó a los psiquiatras a pedir un Estatuto De Especial Dedicación para todo el colectivo, fue la de la pérdida de identidad política de los antiguos españoles. Especialmente se acentuaba el mal cuando se salía el extranjero (aparte de que ya no se distinguía bien dónde empezaba el extranjero) y en alguna frontera se le preguntaba al viajero aquello de ¿nacionalidad?; algunos respondían, pongo por caso, que eran Ibérico-leoneses de la Federación Global, otros contestaban que Manchego-cantonianos de Hesperia, otros, más prácticos, se decantaban por sacar un mapa de la Península Ibérica y, señalando con el índice decían: «Yo soy de aquí», sin arriesgar en demasía; pero lo cierto es que a casi todos les entraba una extraña desazón como de no tener las cosas claras. A las consultas de los psiquiatras, ya se ha dicho, llegaban cada vez más enfermos de crisis de angustia política y de identidad nacional perdida, lo que aumentó enormemente las bajas por depresión y el absentismo laboral. A esto se unía que muchos de los enfermos añoraban los tiempos en que la selección nacional era compartida y no estaba prohibido, como ahora, aplaudir a todo el conjunto pues en los tiempos que corrían sólo se permitía festejar los goles de los jugadores propios de cada Estado federado por sus respectivos ciudadanos.

En un rincón del antiguo país, en lo que hacía tiempo había sido un pueblo llamado Móstoles, un político trasnochado e incongruente, seguramente bajo los efectos de algún estimulante de moderna alquimia, leyó en un pleno de la Asamblea Local Soberana un llamamiento a la unidad de los españoles frente al enemigo común de la disgregación invasora. Nadie le entendió, ni siquiera sus paisanos le hicieron caso y entre chuflas e improperios, tuvo que dimitir al día siguiente.

Pocas semanas después, la comunidad de vecinos de un bloque de la calle Agustín de Argüelles de una ciudad de provincias (casi nadie usaba ya el término «provincia») presentó formalmente al presidente de la República Francesa su deseo de independizarse de la Federación Ibérica y su intención de aliarse con la ancestral Galia a la que la unían lazos culturales manifiestos por cuanto muchos de los vecinos de aquella casa eran asiduos lectores de las aventuras de Obelix y Asterix.

Empezaba otra página de la Historia.

Jesús Galavís Reyes, LA RAZÓN, 24/11/2003