Francesc de Carreras-El País

La crítica de Ovejero va dirigida a sus fundamentos teóricos, a sus ideas directrices

«La izquierda anda mal. Pero muy mal. Y desde hace bastante tiempo». Así empieza el último libro de Félix Ovejero, cuyo título es La deriva reaccionaria de la izquierda. Tal inicio puede inducir a pensar que se trata de una obra contraria a los principios y valores tradicionales de la izquierda moderna.

Pero no es el caso: el libro critica la actual moda del pensamiento de izquierda, al mainstream dominante de aquellos que se autoproclaman de izquierda bajo palabra de honor pero desde unas raíces tradicionalistas y reaccionarias, aquellas que parecían superadas en un mundo que da comienzo con Montaigne y Descartes, con Hobbes y Locke, con las ideas de tolerancia y razón. Por tanto, la crítica de Ovejero es radical, no va dirigida a las tácticas o estrategias coyunturales de ciertas izquierdas políticas oficiales de hoy con la simple finalidad de obtener apoyos electorales sino a sus fundamentos teóricos, a sus ideas directrices.

El inicio de esta deriva reaccionaria la sitúa Ovejero en los años sesenta del siglo pasado, a la influencia de los filósofos posmodernos franceses (yo añadiría también la Escuela de Fráncfort), algunos de los cuales, en especial Derrida, han tenido fuerte influencia en prestigiosas universidades de Estados Unidos y Reino Unido. El cóctel de Nietzsche, Freud y Marx, al que encima añadieron después a Carl Schmitt, fue, ciertamente, nefasto. Desembocó en posiciones que renegaban de la herencia ilustrada y se desviaban del racionalismo como principal instrumento de conocimiento para caer en las tentaciones que denuncia Ovejero. Si a ello añadimos la “corrección política” (“ese nuevo oscurantismo revestido de progresismo que sustituye los argumentos por la intimidación”, según la define el autor), reforzada desde hace poco por las redes sociales, nos encontramos en la situación actual.

Ovejero traza unos rasgos generales de esa nueva política. La voluntad prima sobre la inteligencia: todo lo que se quiere es posible sin tener en cuenta las condiciones reales. La simpleza de los medios para alcanzar los fines es pasmosa: la participación de los ciudadanos —todavía más legítima si es directa— no es un procedimiento para llegar a acuerdos sino el verdadero programa político. La razón, de la que debe derivar la ciencia, es sustituida por los sentimientos y las emociones; por tanto, las identidades culturales, y no el universalismo, son el ámbito de la solidaridad del género humano. Al fin, los derechos de los individuos son sustituidos por los derechos de las naciones, identitarias por supuesto, que deben constituirse en muro de contención frente a la globalización.

Ovejero propone una vuelta a la verdadera libertad e igualdad de las personas, a los grandes valores ilustrados desde los que argumentaba por cierto, entre otros muchos, un tal Karl Marx.