La más cruda realidad

Cuando el Estado de Derecho es atacado en algunos de sus baluartes fundamentales (judicatura, partidos determinados, policía) es una enorme irresponsabilidad deslegitimarlo desde dentro de las instituciones mismas que se controlan. La desobediencia civil, se vista de una u otra forma y aunque se haga con muy buena voluntad, contribuye a fortalecer las ideología de quienes recurren al terrorismo contra el Estado de Derecho porque niegan que exista entre nosotros una verdadera democracia y proponen como alternativa un maximalismo vasco.

La tensa espera se ha roto. No sabíamos ni cuándo ni cómo, pero ETA recientemente ya se había encargado de recordarnos que su amenaza seguía pendiente, más aún, que ampliaba el abanico de sus posibles objetivos. En Sangüesa hemos sido devueltos a la más cruda realidad. Esta vez las víctimas han sido unos funcionarios públicos, miembros de la Policía Nacional, objetivo bien fácil por cierto porque realizaban un trabajo muy necesario, pero rutinario y de carácter burocrático. Los asesinos medirán la grandeza de su hazaña precisamente por lo absurdo de su acción y por la indefensión de sus víctimas. En el baremo del fanático el timbre de gloria crece en virtud de su capacidad de asombrar a las más elementales reglas de la humanidad y de la civilización.

¡Qué secundarias y hasta mezquinas resultan tantas disputas políticas y electorales cuando nos encontramos con esta barbarie en medio de nuestra vida cotidiana! Las condenas y denuncias desgraciadamente nos unirán mal y por muy poco tiempo. Pero hay que repetir una vez más que hay una tarea urgente y prioritaria: la unión en unos principios morales y políticos prepartidistas básicos entre todos los demócratas en la lucha contra el terrorismo.Y que todas las demás reivindicaciones, por legítimas que sean, deben aparcarse si impiden esta unidad y, más aún, si implican convergencias ideológicas o estratégicas con los criminales.

Cuando el Estado de Derecho es atacado en algunos de sus baluartes fundamentales (judicatura, partidos determinados, policía) es una enorme irresponsabilidad deslegitimarlo desde dentro de las instituciones mismas que se controlan. La desobediencia civil, se vista de una u otra forma y aunque se haga con muy buena voluntad, contribuye a fortalecer las ideología de quienes recurren al terrorismo contra el Estado de Derecho porque niegan que exista entre nosotros una verdadera democracia y proponen como alternativa un maximalismo vasco. Sabemos distinguir muy bien entre demócratas y totalitarios, como también sabemos que todas las ideologías tienen sus propias e intrínsecas perversiones. Pero también hay que decir que los nacionalistas vascos deberían ver en estos actos no una expresión de la verdad pendiente de su causa, sino la aberración y degradación de su ideología. Y que deberían actuar en consecuencia, es decir, llevando la terapia a la raíz: a la degeneración ideológica, al adoctrinamiento en el patriotismo que fanatiza y bloquea los sentimientos más elementales de humanidad, a la superación del victimismo en la visión del pasado y del presente. No se puede coincidir en la visión de la historia y en los proyectos de futuro con quienes profesan un etnicismo excluyente y quimérico, y considerar que no se tiene ninguna responsabilidad con las barbaries que cometen. El fin condiciona los medios, como los medios contienen en germen el fin que se pretende.

La política es una dura lucha por el poder, a veces despiadada y hasta obscena, y no deja espacio para las exhortaciones y buenos deseos. Pero creo sinceramente que hay dos pasos inmediatos imprescindibles en la política vasca: primero, que el nacionalismo vasco no siga radicalizando su estrategia hasta el punto de no apoyar nunca ninguna de las iniciativas -ni legislativa, ni judicial, ni política- que se toman contra el terrorismo (¿se puede, de verdad, considerar a Garzón, que ciertamente no es infalible, un instrumento dócil al servicio del PP?, ¿es que siempre y en todo están todos los demás grupos políticos equivocados en este tema?); segundo, que se recupere el diálogo institucional entre el poder central del Estado y el poder autonómico vasco, exigencia de responsabilidad que debe estar por encima de las mayores o menores simpatías personales.

Mientras exista el terrorismo no se dan las condiciones de libertad y sosiego requeridas para replantear el marco jurídico de nuestra autonomía. No soy de los que invocan el diálogo hasta el amanecer como una receta mágica. El diálogo exige condiciones y reglas que tienen que estar bien claras. Pero los demócratas tenemos la obligación de desmontar las considerables dosis de tensión y crispación sobreañadidas a la sociedad vasca a las que, de por sí, ya introduce el terrorismo etarra.

Estas líneas escritas con prisa, con dolor e indignación, quieren, ante todo, transmitir solidaridad con las dos víctimas mortales, con los heridos y con sus familias, y con sus compañeros del Cuerpo Nacional de Policía. Las palabras valen poco en momentos tan límites, pero se las decimos con todo el corazón y son el vehículo de nuestra presencia y cercanía. Que sepan sus allegados que su dolor es el nuestro, que jamás olvidaremos esta villanía, que en sus seres queridos nos han atacado a todos los que no queremos ceder al chantaje de los terroristas y defendemos nuestra democracia. La solidaridad con las víctimas es un compromiso redoblado para que su memoria no sea olvidada y el futuro no responda al que sus verdugos quieren imponernos a todos extendiendo el terror. Las víctimas son un clamor por la libertad y por el respeto a la vida de todas y cada una de las personas.

Rafael Aguirre, EL DIARIO VASCO, 31/5/2003