La opinión pública es soberana

MIKEL ARTETA, EL CORREO – 23/10/14

· La sociedad civil debería canalizar institucionalmente su fuerza a través del Estado de Derecho.

Discutimos hoy tanto sobre el concepto de soberanía porque, en plena crisis de legitimidad, nuestra democracia peligra. Y mientras unos pocos luchan para apuntalarla, contra los vientos de la crisis política y las tempestades mercantiles y financieras, los más se dejan arrastrar por la (anti) política que nos inunda, con un toma y daca que recorre del nacionalismo a la demagogia.

Haranburu Altuna (06/10) nos previene contra el modelo soberano que sostiene el nacionalismo, idéntico al que blande la demagogia podemil. Asentados en las consignas de Schmitt, niegan la deliberación desde un escepticismo moral infundado. Si no cabe distinguir lo justo de lo injusto, no habrá interés general ni tendrá sentido la persuasión. Lo político aparece como relación de fuerzas y, al final, como el nudo poder ejecutivo; ese que, pudiendo dictar el estado de excepción, sólo se rige por su autoafirmación, tanto hacia afuera (como mostraba el modelo westfaliano de derecho internacional, donde los Estados someten sus relaciones a la ley del más fuerte, dirimiendo los conflictos con la guerra) como dentro de sus fronteras: aunque el soberano se identifica con el pueblo concreto y reunido, al ser ésta una imagen imposible, se acaba dejando su representación al líder popularmente aclamado. Este reduccionismo esconde sin disimulo una sinécdoque donde la porción del pueblo que aclama al líder invisibiliza al conjunto de ciudadanos.

Quien no está con la mayoría (con el poder de los medios hoy basta una minoría ruidosa) no será tratado como el adversario político que mañana podría formar una nueva mayoría; será tachado de enemigo y excluido del pueblo imaginado. Sabe mucho de eso quien afirmó que el PPC o Ciudadanos eran «partidos españoles en Cataluña», que eran el «enemigo».

Por eso deberían revisar su escepticismo quienes, alegando que el derecho no puede ser neutral, fían la convivencia a una batalla campal. El suyo es un escepticismo cínico que se frena allí donde acaban ‘los nuestros’: ellos sí tienen un programa definido y no admitirán la disidencia interna ni la tolerancia, que es precisamente el principio que, desde un escepticismo radical, vela por la libertad personal ante la imposibilidad práctica de definir la justicia de forma inmutable. Por eso las elecciones son cada cuatro años, por eso protegemos los derechos de las minorías sobre la voluntad de la mayoría, por eso quien no está de acuerdo con nosotros deberá ser un adversario tratado con respeto y nunca un enemigo al que no se le da ni agua.

Frente a esto, hay quien nos advierte juiciosamente que «la soberanía popular es una ficción necesaria para garantizar que tanto los ciudadanos como los gobiernos están sujetos a las normas, porque en el Estado constitucional la única soberana es la propia Constitución» (Josu de Miguel, 02/10). Para fundar esto podríamos añadir que, pese al punto de escepticismo que le es propio a nuestra sociedad laica, nadie, en ninguna cultura, puede dejar de referirse a lo justo. Sólo por eso ya pugnamos, cada vez que discutimos, por tratar de hacer entender al interlocutor por qué decimos que algo es justo. Adquirimos, como hablantes, compromisos de fundamentación que canalizan las discusiones hasta alcanzar acuerdos o disensos razonables, y que van plasmando la conciencia moral de una sociedad.

De ahí que la Constitución pueda consagrar fácilmente el pluralismo político (tolerancia, laicismo), la libertad individual (derechos civiles), la igualdad (formal, material y política) y la justicia que, asentada en todo lo demás, sostendrá el principio de imparcialidad que debe regir todo el procedimiento democrático y legislativo. Si no en todo, sí nos podemos poner de acuerdo en las reglas básicas que metabolicen los conflictos sin cerrar nunca la opción de que éstos se reabran más adelante… por si la parte disidente pudiera, con sus mejores razones, generar una mayoría social que conduzca a reformar las leyes. Incluida la norma suprema.

Sin embargo, sucede que si la soberanía se encarna en la Constitución no sabremos cómo dirimir qué es justo. Una cosa es asumir que hay que acatar el derecho vigente y otra desentenderse de cómo podríamos tenerlo por j usto. Frente al reduccionismo jurídico la validez constitucional dependerá de que, al correr el tiempo, podamos ir reinterpretándola o modificándola en función de las nuevas realidades a las que debamos hacer frente. Sólo la participación democrática, desde una sociedad civil que deje por un momento de lado sus asuntos privados para batirse en foro público por el interés general, podrá hacer surgir la legitimidad a partir de la mera legalidad.

De ahí que, a modo de síntesis entre los primeros y los segundos (mucho más próxima a los segundos), convendrá procedimentalizar la soberanía popular: que ya no descanse exclusivamente en la Constitución y mucho menos pretenda identificarse con la voluntad del pueblo.

Como aclara Ruiz Soroa (28/09), «las decisiones políticas sólo pueden formarse adecuadamente en un proceso multipolar y dialéctico entre el polo ciudadano y el polo dirigente. Los deseos brutos, pasionales y poco reflexionados de los ciudadanos deben encontrar su eco posterior en las propuestas políticas de sus representantes, todo ello en un proceso circular de va y viene, reposado y mediado (por eso tan vago que se llama ‘opinión pública’), así como por una serie de instituciones y niveles públicos puestos ahí para reflexionar y procesar proyectos».

Yerran tanto quienes sacralizan la Constitución como quienes buscan físicamente a un ‘Pueblo’ que sólo cabe pensar metafísicamente. La soberanía no reside en manifestaciones y griteríos sino en el lento metabolismo de la opinión pública, canalizada institucionalmente por el Estado de Derecho. Eso siempre que el clientelismo no haya ahogado ya a la sociedad civil; en ese caso, vayan ustedes a saber dónde buscarla.

MIKEL ARTETA, EL CORREO – 23/10/14