La tortura nacional

LIBERTAD DIGITAL 12/10/15
JESÚS LAÍNZ

Un año más el 12 de Octubre, la llamada fiesta nacional. La verdad es que, vista la situación de nuestra exnación, sorprende que siga celebrándose. ¿Acaso nos queda algo que celebrar? ¿Quizás aquel descubrimiento de hace cinco siglos por el que no hacemos más que pedir perdón? ¿O la unificación de los reinos acontecida en aquellos mismos años por voluntad de aquel par de franquistas por anticipado llamados Isabel y Fernando? ¿O la existencia del extraordinario vínculo de una lengua de creciente importancia internacional que, sin embargo, se menosprecia, discrimina y acorrala en varias regiones españolas? ¿O la prosperidad y fortaleza de una nación a la que muchos de cuyos ciudadanos ansían dejar de pertenecer?

Además de los separatistas, que, al fin y al cabo, se limitan a representar coherentemente su papel, a media España le resulta molesta su propia nación, especialmente, aunque no sólo, en eso que se llama izquierda. Pero no se limita su rechazo a la España actual o a los pasados regímenes políticos, cercanos en el tiempo, a los que se culpa de todos los males para no aceptar incapacidades presentes, ya que se considera que el error español hunde sus raíces bastante más atrás. Por mencionar sólo un par de ejemplos recientes, recuérdense la palabras de ese portavoz de la intelectualidad izquierdista llamado Willy Toledo sobre lo que le agradaría la independencia de Cataluña puesto que «movería los cimientos del régimen español, que no llevamos con él ni veinte, ni cuarenta, sino quinientos años». Su compañero Wyoming ha abundado en la idea al declarar «La unidad de España me la suda» y «Aquí el poder siempre lo han tenido los mismos, durante muchísimos siglos». ¿A qué régimen, al parecer llegado hasta hoy, se referirá Toledo? ¿A la monarquía absoluta de origen divino? ¿Quiénes serán esos eternos gobernantes a los que se refiere Wyoming? ¿Los Trastámara? ¿Los Habsburgo? ¿La Inquisición? ¿Alguna extraña sociedad secreta que habría ido pasando, de padres a hijos, el testigo del poder en la sombra? La verdad es que como argumento para una película de Fantomas no estaría nada mal. En cuanto a los asuntos sudatorios, habrá que reconocer que Wyoming cuenta con el aval de Fernando Savater, eminente representante de la izquierda apátrida que, además de soplársela y sudársela, declaró hace algunos años que «la idea de España es para fanáticos y semicuras».

Y así, entre separatismos y sudores, España es la campeona mundial en las disciplinas de utilización de la historia como arma ideológica y de reflexión sobre el propio ombligo como suprema acción política. ¡Ser español se ha hecho tan cansado que hasta lo de Sísifo resultaría más llevadero! ¡Toda la vida preguntándonos qué somos! ¡Si somos o no somos, si fuimos o no fuimos, si somos o som, si seremos o serem, si seguiremos siendo o dejaremos de ser…! Demasiada atención a la esencia como para conservar la cordura. ¿Veremos el día en el que los españoles, especialmente los de algunas regiones enfermas de aldeanismo disfrazado de progresismo, alcancen a comprender que la política consiste en la gestión eficiente de la cosa publica, en ocuparse del buen funcionamiento de las instituciones, de la calidad de la asistencia hospitalaria, de la enseñanza y de otros asuntos ajenos a los efectos autodeterminativos de los diferentes acentos, bailes y maneras de cocinar el bacalao? De momento no parece que haya muchas razones para el optimismo en una sociedad enganchada al onanismo identitario.

Pero más allá de nuestro ombligo suceden muchas y serias cosas. Porque el mundo está cambiando a gran velocidad en estos precisos días y ante nuestras mismas narices. Por un lado, el avispero de Oriente Medio con todas sus graves consecuencias políticas, militares y terroristas. Por otro, unos USA en acelerada decadencia y una China aprestándose al relevo. En tercer lugar, unas circunstancias climáticas, medioambientales y energéticas cuyo imprevisible desarrollo no dejaremos de contemplar en los próximos años. En cuarto, la creciente presión migratoria de quienes huyen de la guerra, de las persecuciones religiosas, del hambre, de la sequía o de su propia incapacidad. Paralelamente, la natalidad suicida de los países desarrollados, especialmente de una Europa envejecida, agotada, impotente y enferma de autocrítica. Y, finalmente, una ONU promoviendo cada vez con más intensidad lo que sus expertos llaman «migraciones de reemplazo», destinadas a sustituir con rapidez a una población europea que se niega a tener hijos por decenas de millones de inmigrantes del Tercer Mundo, lo que no ha hecho más que empezar.

¡Esto sí que tiene que ver con la prosperidad, la estabilidad y la bendita identidad que aparentemente tanto gusta por aquí! Y todo ello está sucediendo allende nuestras fronteras sin prestar la menor atención al hecho diferencial catalán, el ámbito vasco de decisión, el 11 de septiembre de 1714 y el imperativo geopolítico, de transcendencia planetaria, de que España es una nación de naciones discutida y discutible.

¡Qué desconsiderados!