Las buenas intenciones

Fernando Savater, EL PAÍS, 11/11/11

No sé qué resultado conseguirán los socialistas en las próximas elecciones, quizá ni siquiera sea tan malo como pronostican les encuestas: lo único seguro es que van encuesta abajo. Y otra certeza: ese estilo socialista que podríamos llamar zapaterismo ha llegado en cualquier caso a su agonía. ¿En qué ha consistido tal zapaterismo? A responder esa pregunta con humor y buena información política se dedica Lágrimas socialdemócratas (La esfera de los libros), el último libro de Santiago González. Sigo desde siempre sus artículos y admiré su libro anterior, Palabra de vasco. La parla imprecisa del soberanismo, un examen perspicaz de ciertos usos lingüísticos perversos del nacionalismo vasco. De modo que, considerándome yo mismo un pasable socialdemócrata (y de lágrima fácil, además), era inevitable sentirme reclamado por ese título.

Sin duda hay múltiples conexiones entre la moral y la política, pero distan de ser lo mismo

Lágrimas socialdemócratas combina reminiscencias de la militancia juvenil de González en el partido de izquierdas por antonomasia, el comunista, con un análisis de en qué ha venido a parar el progresismo bajo la égida de Zapatero y sus más próximos colaboradores. Para González, el resultado final estos últimos años es un cóctel intelectualmente blanduzco en el que se yuxtaponen restos de dogmas tomados más en serio de lo que merecen con efusiones sentimentales convertidas en argumentos tras el escudo invulnerable de las buenas intenciones. El resultado ha sido en muchas ocasiones mediocre y en otras -como en lo tocante a la crisis económica- ha rozado lo catastrófico, pero prácticamente nunca se ha condescendido a la autocrítica: lo bueno de saberse en posesión de la verdad y la bondad es que no hay que ofrecer disculpas por los reveses impuestos por la mezquina y obstinada realidad. Cuando uno se ha autoelegido para el cielo, el cieno ya no puede mancharle…

A mi juicio, es ese blindaje lo más censurable del estilo socialista en que hemos vivido durante los últimos años. Sin duda hay múltiples y esenciales conexiones entre la moral y la política, pero distan de ser lo mismo y no puede sustituirse el acierto en la segunda con la pureza declamatoria de la primera. Ya Max Weber señaló que actuar de acuerdo con los principios puede ser suficiente para el moralista, pero que el gobernante debe atender también a las consecuencias de sus decisiones (yo creo que la persona moral no puede tampoco desentenderse de ellas, pace Kant). La diferencia es que la acción ética solo exige el apoyo de la voluntad personal del sujeto, pese a la opinión mayoritaria y a veces contra ella, sin respetar aplazamientos, mientras que la intervención política necesita para ejercerse debidamente la complicidad de los demás y debe esperar a conseguirla. En el terreno político, lo bueno deja de serlo cuando hay que imponérselo a quienes lo rechazan, no lo entienden o no aceptan los sacrificios que comporta. De ahí que sea imprescindible fomentar por medio de la educación un pensamiento político capaz de comprometerse críticamente con preferencias graduales, aplazables.

El progresismo, al que ciertamente no renuncio pese a las objeciones satíricas que puedan hacerse a sus momentos más ingenuos, es un enfoque experimental de la organización social. Pretende transformar y por tanto en muchas ocasiones choca contra lo dado y tradicional. Es imprescindible que permanezca más atento a las lecciones de lo real que a las abstracciones idealistas. El zapaterismo práctico ha despertado un antagonismo a veces desaforado, algunas de cuyas muestras más escandalosas recoge José Mari Izquierdo en su reciente Las mil frases más feroces de la derecha de la caverna (Aguilar). Quizá lo peor del zapaterismo sean los exabruptos reaccionarios que lo toman como pretexto. Pero no por ello es oportuno desconocer objeciones mejor razonadas, como las expuestas en el libro de Santiago González. Porque no se trata de guiñar el ojo izquierdo ni el derecho, sino de avanzar con ambos bien abiertos hacia el dudoso mañana.

Fernando Savater, EL PAÍS, 11/11/11