Olatz Barriuso-El Correo

  •  La frustración de las sociedades sometidas a las tensiones de un proceso independentista fracasado desemboca en la pérdida de apoyo electoral de sus promotores

Fue en el mítico año 92, el de la llama olímpica en Barcelona, cuando el nacionalismo catalán alcanzó su cima en escaños en el Parlament, 81 de 135. Eran los años dorados del pujolismo y CiU lograba así su tercera mayoría absoluta consecutiva. Sin embargo, habría que esperar a los tiempos convulsos del ‘procés’, concretamente a la convocatoria extraordinaria de elecciones en diciembre de 2017 tras el referéndum ilegal del 1-O, para certificar el récord de votantes independentistas. La participación, disparada a un estratosférico 80% por la polarización extrema entre soberanistas y constitucionalistas, produjo efectos extraños: ganó las elecciones Cs, un partido que siete años después se ha volatilizado, y los secesionistas se multiplicaron como setas en otoño: más de dos millones de votos, el 37,4% del censo total.

Sin embargo, la historia ha demostrado que ni la Cataluña de hoy, forzada a abordar debates mucho más urgentes, es la de entonces ni todos esos votantes eran independentistas irredentos. «Un error común de los partidos soberanistas, que suelen tener mucho mejor resultado en comicios autonómicos que en generales, es pensar que todas las personas que votan por un programa independentista en un momento determinado son independentistas», analiza Alberto López Basaguren, catedrático de Derecho Constitucional de la UPV/EHU, experto en federalismo y estudioso de tentativas secesionistas como la de Quebec.

Este lunes, de hecho, se presenta en Madrid el libro ‘Condiciones de la secesión en democracia. Reflexiones a partir de la experiencia canadiense’, que incluye ensayos del propio Basaguren y del exministro de Asuntos Intergubernamentales de Canadá, Stepháne Dion, impulsor de la Ley de Claridad, invocada como un mantra del soberanismo posibilista, desde Urkullu, en su momento, a más recientemente, Pere Aragonès.

El Partit Québécois es hoy residual y los liderazgos del SNP han caído uno tras otro desde el referéndum

De ese error de cálculo en el que incurren los soberanistas al medir las fuerzas con las que cuentan para doblar el pulso al Estado matriz deriva el baño de realidad que reciben cuando el desgaste provocado por procesos políticamente extenuantes -fuente, por lo tanto, de frustraciones y de desafección- adelgaza notablemente su bolsa electoral. Es lo que acaba de suceder en Cataluña, donde las urnas han arrebatado a los independentistas la mayoría absoluta por primera vez desde 1980 y se han llevado por delante al todavía president en funciones, que ha asumido personalmente la responsabilidad del desplome de ERC con su renuncia.

El patrón no es nuevo ni exclusivo de Cataluña: le sucedió al Parti Québécois (PQ), promotor del referéndum independentista de 1995 en la región francófona canadiense -que hoy es residual en el Parlamento, con tres escaños de 125, frente al mayoritario CAQ de François Legault, nacionalista pragmático- y le ha ocurrido, de manera más atenuada, al Scottish National Party (SNP), que tras el plebiscito pactado con Reino Unido en 2014 ha visto truncarse, por otros motivos, los liderazgos de Alex Salmond, Nicola Sturgeon y del recientemente dimitido como ministro principal Humza Yousaf. Su sucesor, John Swinney, ha prometido buscar más apoyos para reintentar la ruptura con Londres en cinco años, pero la realidad es que los laboristas pugnan por arrebatar el primer puesto al SNP, que se arriesga a salir del Gobierno escocés en las próximas elecciones.

La lectura común, extensiva incluso al golpe de timón que ejecutó el PNV tras los sucesivos portazos al plan Ibarretxe, es que la desilusión y el cansancio del electorado frente a las limitaciones políticas y legales del objetivo independentista y las tensiones que esos procesos provocan acaban erosionando a sus promotores y fomentando la abstención. Pero hay matices. Por ejemplo, tanto en Quebec como en Escocia, con leyes fundamentales menos restrictivas que la Constitución española, se convocaron sendos referéndums, que los partidarios de la secesión perdieron por estrecho margen. «Allí donde los gobiernos han sabido afrontar mejor el desafío, el independentismo no ha dejado de existir pero ha virado hacia el pragmatismo», analiza Basaguren, que defiende que emprender «reformas» en el Estado autonómico, más allá de la ley de amnistía, podría ir encauzando el eterno problema catalán.

Porque, pese a las lecciones de Escocia y Quebec, hay otro dato fundamental que no pasa desapercibido a quienes analizan el fenómeno. «Quien más ha perdido es el partido que más ha apostado por la negociación y la bilateralidad», apunta la socióloga y profesora de la Universidad de Deusto María Silvestre, que ve sin embargo «reforzado» el «independentismo mágico» de Puigdemont y sus discursos «mesiánicos», aunque aliñados, recalca, por un intento de volver a conectar «con lo que fue Convergència, un partido de la burguesía catalana liberal, y con sus preocupaciones económicas». «Una parte importante del voto independentista prefiere un discurso hueco, lleno de gestos épicos, antes que asumir el coste y la lentitud de la negociación», apunta Silvestre.