Lo llaman definitivo

Javier Zarzalejos, EL CORREO, 5/5/12

¿Es aceptable que se quiera condicionar al Gobierno del PP insinuando su eventual responsabilidad si ETA volviera a atentar por ‘no moverse’?

El pasado 20 de octubre ETA anunció el cese definitivo de su actividad terrorista. Lo nuevo era lo de ‘definitivo’ porque se interpretó que marcaba una diferencia cualitativa sobre todos los precedentes. Definitivo implicaba irreversible y –se nos aseguraba– incondicional. Nada que ver, entonces, con otras situaciones en las que las treguas de ETA, por amplia que fuese su formulación, quedaban sujetas a contrapartidas políticas, empezando por la reclamación al Estado o al mundo nacionalista de una negociación política sobre los contenidos por los que ETA ha querido justificar siempre su trayectoria criminal. En este caso, el cese definitivo apuntaba a la disolución de la banda y el desmantelamiento de sus estructuras. Se abriría así la posibilidad de modificaciones en la situación de los condenados por terrorismo en función de la evolución de estos que ya no se someterían el control de una banda liquidada sino que se mirarían en el ejemplo de sometimiento a la legalidad de una fuerza política antaño asociada a ETA pero que había asumido la defensa de sus reivindicaciones por vías políticas, dando por supuesto que esas reivindicaciones eran legítimas y compatibles con un régimen pluralista de libertades, lo que es mucho suponer.

La raíz de esta situación permitía una interpretación de la decisión etarra en términos esperanzadores. La ilegalización de las organizaciones políticas de la banda, la eficacia de las fuerzas y cuerpos de seguridad, la colaboración hispano-francesa, el valor de las víctimas habían determinado una estado de derrota del entramado organizativo dirigido por ETA. La banda no estaba en condiciones de exigir nada.

Sin embargo, la fuerza de viejas inercias presentes en la sociedad vasca, el rechazo a un final de ETA con vencedores y vencidos por parte de los que no sabrían en qué lado situarse, la prevalencia de un relato que busca la equiparación de culpas y responsabilidades en nombre de una idea autocomplaciente de paz, y hasta ese síndrome que impulsa a mostrar agradecimiento a ETA por ahorrarnos nuevos sufrimientos explican una perversa transformación. Lo que a estas alturas debería ser un ordenado proceso de desguace de las estructuras terroristas ha ido mutando en un proceso condicionado, que de nuevo vuelve a llamarse ‘de paz’, y que en vez de avanzar hacia la disolución de una banda derrotada nos insta –insta al Estado y al sistema democrático– a negociar la factura del cese del terror. Insinuaciones crecientes de que esto no está tan asegurado como se podía pensar y el protagonismo de la izquierda abertzale que, en buena medida, dicta la agenda mediática y política desde la exculpación que se le ha otorgado, completan un cuadro que en los próximos meses se hará plenamente visible.

Sabemos, porque lo declaró en su despedida del Congreso, que a Iñaki Antigüedad no se le pasaría por la cabeza pedirle a ETA que se disuelva. Ni a él ni nadie en sus posiciones. Sin embargo, no dejan de lanzarse estériles exhortaciones a que la banda desaparezca y que se lo pidan los que ya han dejado claro que no lo van a hacer, sin ninguna consecuencia para ellos. También sabemos que Brian Currin está ahí para evitar que este asunto se liquide sin la sustanciosa contrapartida que ETA busca, la negociación política. Y sin embargo, él y su grupo han adquirido carta de naturaleza, gracias entre otros al Gobierno vasco, que ha ‘normalizado’ su actividad como solo un Gobierno puede hacerlo.

El lenguaje vuelve a cargarse de viejas expresiones que describían la coreografía de otras situaciones: que si el Gobierno tiene que moverse, que si ahora le toca mover ficha a este o a aquel, que no se puede dejar escapar esta oportunidad y que algo hay que hacer con los presos, además, por supuesto, de afirmar, como si fuera un axioma, que la política antiterrorista no puede ser la misma cuando ETA mata que cuando no lo hace.

El deslizamiento desde una victoria incondicional sobre el terrorismo etarra hacia ‘un proceso de paz’, con deberes de reciprocidad hacia ETA por parte de las instituciones y fuerzas democráticas es lo que se está produciendo en la práctica. La urgencia que debería sentir ETA y sus asociados políticos para hacer efectiva la inmensa deuda de su derrota se ha trasladado al campo de los demócratas. Somete a presión al Estado de derecho, divide a la opinión pública e inquieta a las víctimas. ¿Es de recibo que esto esté ocurriendo cuando se proclama a la vez la derrota de ETA? ¿ Es aceptable que se quiera condicionar al Gobierno del PP insinuando su eventual responsabilidad si ETA volviera atentar por ‘no moverse’ o que, por el mismo motivo, se le advierta de que será el causante del eventual éxito electoral de la izquierda abertzale?

Iniciativas como la ponencia sobre pacificación en el Parlamento vasco no solo constituyen un retroceso semántico sino que ponen sobre la mesa una agenda de negociación política. De este modo, establece un precedente que, a no mucho tardar, será alegado y gestionado por la izquierda abertzale, con ETA viva y sin intención de disolverse. La ponencia –con todas las reservas que se quieran alegar– plantea la paz en la perspectiva de una modificación del marco jurídico-político vasco que ofrezca cobertura a la estrategia que ha trazado el mundo abertzale a partir del anuncio de ETA. Lo demás es paisaje. La garantía del final de ETA radica en la interiorización de la derrota operativa y política por parte de la banda, de sus presos y sus asociados políticos; en la deslegitimación de su trayectoria sin injustos repartos de culpa ni fabricaciones arbitrarias de la memoria; en la exigencia de un desmantelamiento innegociable y sin reservas de sus estructuras. Radica en la afirmación del Estado de derecho y en la incondicionalidad del cese de la violencia. Tal vez sea el momento de preguntarse si no es más bien la expectativa de legitimación y de éxito político lo que están interiorizando los que no deberían tener más expectativa que la de cumplir con su deber de reparación con sus víctimas, con todos.

Javier Zarzalejos, EL CORREO, 5/5/12