Lo que escuchamos

EL MUNDO 28/02/14
MANUEL JABOIS

Hay en el Instituto Cervantes un estudio de Félix San Vicente, profesor de la Universidad de Bolonia, en el que desmenuza el corpus del lenguaje político de España a partir de sus debates sobre el estado de la Nación. Está publicado en 2001, así que es tan moderno como puede serlo una guerra de 1714, un artículo de 1983 o una ley de 1985. Incide en la querencia por el neologismo por medio de prefijos y sufijos con los que dar «tono técnico» más allá del pre y post típicos de una supuesta caída de las ideologías, y destaca el campo metafórico de los diputados, que este año tuvo en el Cabo de Hornos su expresión más coqueta. Pese a que revela síntomas, no es un texto con el que pasar una mañana de primavera en el Retiro. Se cierra con una frase de José Antonio Marina: «Sólo puedo decidir el significado de la palabra a partir de la comprensión del contexto, pero sólo puedo comprender el contexto si he decidido correctamente el significado de la palabra». Una frase arriesgada, sin duda, sobre todo en relación a la capacidad que uno se arroga para decidir lo que significan las palabras. La democracia española puede reconstruirse siguiendo el rastro de su léxico. La Transición fue también una transición gramática. El felipismo un neologismo entero: una época que hubo que inventar desde el nombre. Cuando me fui de Diario de Pontevedra, mi colega infógrafo Xan Xabarís reflejó en un trabajo las palabras más usadas de mis columnas de los últimos cuatro años: yo (202), años (181), todo (152), vida (144) y fue (139). Es probable que por eso me fuera pitando. En su discurso de 2013 el presidente pronunció España (57), reforma (44) y empleo (41). La crisis ha dejado un corpus, no hay duda. No ha desideologizado el debate, cuya inutilidad empieza a ser legendaria, sólo lo ha encubierto: los ismos se han mimetizado con el ambiente. De tal manera que es difícil ya percibir quién está en el lado popular de la lengua. Rubalcaba, equivocado o no, habló con las palabras de la calle. Incluso con tono de barrio, lo cual tampoco sé si es bueno. Pero fue el que mejor conectó con los ciudadanos: para alabarle el gusto o para afeárselo. Lo hizo con la escrupulosidad en el diagnóstico de quienes hemos digerido el particular léxico político; los que nos sobresaltamos cuando escuchamos «pobres» en sede parlamentaria (Rajoy no pronunció la palabra) y asentimos con «personas de menos recursos», aun cuando no tengan ninguno. Cuantas más palabras se usan para sustituir a una sola, más significado se deja atrás.