Los ‘deberes’ de Felipe VI

JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO – 20/06/14

Javier Tajadura Tejada
Javier Tajadura Tejada

· Su reto fundamental: deberá hacer frente al riesgo de destrucción de la unidad del Estado que él representa.

La proclamación por las Cortes del nuevo rey Felipe VI abre una nueva etapa en la historia de nuestra Monarquía parlamentaria. En este momento inaugural del nuevo reinado, conviene recordar cuáles son las funciones que la Constitución atribuye al Monarca y, desde esta óptica, analizar los grandes retos que Felipe VI habrá de afrontar.

Las funciones del Rey, sus deberes constitucionales, son las que le otorgan, en última instancia, su legitimidad. Frente al recurrente debate sobre el supuesto conflicto entre la legitimidad democrática y la legitimidad histórica, que algunos identifican como las características propias de la República y de la Monarquía como formas de la Jefatura del Estado, conviene recordar que la legitimidad de la Monarquía parlamentaria es funcional. Los detractores de la Monarquía se oponen a ella por considerarla basada en un supuesto derecho de sangre, esto es, en una legitimidad dinástica o histórica que, en el siglo XXI, resulta absolutamente inaceptable.

La historia –afirman con toda razón– no puede otorgar a nadie un título legítimo para ocupar la máxima magistratura del país. Frente a ello, los defensores de la Monarquía replican –también cargados de buenas razones– que no es la historia, sino la Constitución de 1978, democráticamente aprobada por el pueblo español, la que confiere a los sucesores de don Juan Carlos el legítimo título para reinar. Ahora bien, con esta respuesta se soslayan las razones de fondo por las cuales algunas de las democracias más avanzadas del mundo han optado por la Monarquía, esto es por la sucesión hereditaria de la Jefatura del Estado.

La Constitución atribuye al monarca –como jefe del Estado– una función imprescindible para la conservación del Estado: «Arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones». Esta función configura al Rey como titular de un ‘poder neutro’, situado por encima de los partidos políticos, de las divisiones sociales y de los conflictos del día a día. Ahora bien, el ejercicio de esa función ‘arbitral’, exige que la neutralidad del monarca sea absoluta. Y para garantizar esa neutralidad se considera que la sucesión hereditaria presenta algunas ventajas respecto a la sucesión en la Jefatura del Estado mediante elección (directamente por el pueblo, por el Parlamento, o por otro procedimiento). Dicho con otras palabras, la Monarquía basada en el principio de sucesión hereditaria no encuentra su legitimación ni en el derecho de sangre, ni en la dinastía, ni en la historia. Tampoco puede legitimarse, de forma indefinida y permanente, en una decisión política democrática determinada. La única legitimidad de la Monarquía reside en la función que desempeña, que es esencial para la conservación del Estado constitucional. Desde esta óptica, se considera que la sucesión hereditaria garantiza mejor la absoluta independencia del jefe del Estado y, en consecuencia, le permite desempeñar mejor sus funciones.

Por todo ello el primer deber de Felipe VI es conservar intacta esa absoluta neutralidad política. Neutralidad que debe proyectarse a todos los campos, singularmente al religioso, dado el permanente riesgo de identificar la Corona con una determinada confesión religiosa. Desde esa absoluta neutralidad, y como «árbitro y moderador» del regular funcionamiento de las instituciones, Felipe VI deberá abordar la profunda crisis política, institucional y territorial que padece España. La existencia de numerosos casos de corrupción, la oligarquización de los partidos políticos, la deriva partitocrática de todas las instituciones, los recortes sociales provocados por la gestión de la crisis económica… etc., han erosionado gravemente la confianza de los ciudadanos en la política y en las instituciones. En este contexto, Felipe VI tiene la tarea de impulsar un proceso de reformas políticas y constitucionales de amplio alcance para la regeneración democrática de España. Por otro lado, y este es su reto fundamental, Felipe VI deberá hacer frente al riesgo de destrucción de la unidad del Estado que él representa. Para ello, habrá de impulsar también el necesario diálogo entre el Gobierno y los partidos nacionales y los partidos catalanes o vascos, si llegara el caso, para alcanzar un acuerdo político que, respetando la unidad nacional, garantice las legítimas demandas de autogobierno.

Ahora bien, la apertura y la gestión de estos procesos de reforma no le corresponden al Rey sino a los actores políticos. A diferencia del resto de órganos estatales, el poder del Rey no se basa en la coacción y en la posibilidad de obligar a otros a actuar en un sentido, sino en su ‘auctoritas’, en su capacidad de aconsejar y advertir a los demás. Desde esta óptica, en el ejercicio de su función constitucional «arbitral y moderadora» Felipe VI, a través del diálogo discreto pero eficaz con los representantes políticos, puede impulsar el imprescindible proceso de reformas constitucionales que España requiere.

En definitiva, si la legitimidad de la Corona es funcional, ello quiere decir que no se transmite con la Corona misma. Debe lograrse día a día. Felipe VI consolidará su legitimidad en la medida en que logre cumplir con éxito su función arbitral y moderadora. Y este éxito dependerá de la actitud del resto de los actores políticos pero también de su capacidad para generar una ‘auctoritas’ frente a todos ellos. ‘Auctoritas’ que sólo podrá basarse en el ejercicio de unas virtudes que, en los últimos tiempos, la Corona no fue capaz de encarnar: transparencia, austeridad y ejemplaridad.

JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO – 20/06/14