Mal andamos

La única manera de terminar siendo español es hacerme pasar por un ‘sin papeles’ y obtener los medios para insertarme. Para, si me diera la gana, ver el partido de España en un bar, y, en el colmo de la iconoclastia, con una camiseta de la selección. Pero para eso tendré que ser inmigrante, y no el emigrante que desde hace tiempo ya soy.

 

El desconocimiento de la ley no excusa su cumplimiento, pero mal vamos a andar si los agentes dedicados a sancionar las infracciones de circulación según la nueva normativa sobre el carné con puntos no saben nada sobre el asunto. Según el sindicato de la Ertzaintza Erne, debido a la desidia de la consejería del Interior, se pone en marcha esa normativa en Euskadi sin que los agentes sepan nada sobre la misma, lo cual puede dar origen a todo tipo de situaciones extrañas. Porque si el infractor no conoce los cambios que se introducen, andaríamos mal, aunque seguiría en vigor aquel principio, pero si el que se encarga de que la ley se cumpla, y de sancionar en caso contrario, no tiene ni idea del asunto, esto puede ser el caos. Lo predije hace muchos años, cuando dibujé nuestro futuro como una acracia foral. Ya ni los guardias conocen la ley. Perfecto, el sueño del más utópico de los anarquistas.

Esto me hace recordar a aquel ministro que sacó una dura normativa impidiendo la entrada y venta de bebidas alcohólicas en los estadios y, años después, le cazaron a él con una bota de vino cuando accedía a un campo de fútbol. También era un ministro que ejercía según la ley siendo ministro, pero que en el fondo era un gran anarquista y, de paso, un gran sindicalista. Mal andamos.

Y no mejor es la situación de los alumnos que pueden ver retrasada la entrega de calificaciones oficiales en la Universidad del País Vasco, porque el profesorado ha decidido hacer huelga de notas para presionar a las autoridades con el fin de alcanzar unos sueldos decentes. Creíamos que aquí la función pública cobraba muy bien hasta que hemos descubierto que estos profesores no son función pública autónoma. Por no serlo ganan menos y, además, hay mucho rojo entre ellos. Que una cosa es ensalzar a la República en el Congreso de los Diputados y otra muy diferente es subirles el sueldo a los pocos rojos que quedan embalsamados en la universidad.

Y al final, la pirueta, el más difícil todavía. Resulta que ahora el ministro Caldera, en su intento de que los inmigrantes sean ciudadanos de pleno derecho, presenta un plan cuyo objetivo es fomentar «el sentimiento de pertenencia a la sociedad española». Uno se queda un poco pasmado; quizá debería empezarse por incentivar esa actitud en aquellas comunidades donde el nacionalismo es hegemónico, pero dirigida a muchos nativos. Por ejemplo, aquí, en el País Vasco, donde no hay nadie por la calle cuando juega la selección nacional -la única que hay-, porque todos están en su casa o en el bar viendo el partido en la televisión, pero nadie se atreve a ponerse una camiseta con sus colores.

Una vez entré a un comercio en Bilbao en cuyo escaparate lucía una amplia ikurriña. Justo al entrar me sobrevino un sentimiento de temor, pensando si no me habría metido en una herriko taberna, pero por el aspecto de las dos personas que atendieron mi ruego de adquirir este periódico en el que escribo -los dos eran magrebíes- me di cuenta del gran ejercicio de integración que estaban haciendo. Su integración no era en la sociedad española sino en la vasca, lo cual demuestra su gran inteligencia y su capacidad de ahorro de esfuerzos, cuando se pueden evitar el rodeo e ir hacia donde creemos que todo va a acabar.

El que quisiera ser un emigrante -dicho esto con el tono aflautado con que Juanito Valderrama cantaba aquella lacrimógena canción, El emigrante- soy yo, inmigrante en mi propia tierra. Lo cual tiene gracia, porque el Ministerio de Asuntos Sociales ni ningún otro ministerio me va a facilitar los recursos y medios necesarios para integrarme en la sociedad española. A uno, que va de reinsertado, nunca se lo acabarán de permitir de una vez. La única manera de terminar siendo español es hacerse pasar por un sin papeles, a ver si de una vez obtengo los medios necesarios para insertarme, y, si me da la gana, cosa que nunca haré, ver el partido de España en un bar, y, en el colmo de la iconoclastia, con una camiseta de la selección. Pero para eso tendré que ser inmigrante, y no el emigrante que desde hace tiempo ya soy.

Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 28/6/2006