Manifestaciones

Una movilización ha de pedir algo a alguien; y la manifestación de San Sebastián tiende a arrugarse ante el auténtico desafío a la izquierda abertzale: acabar con la violencia y con la coacción. En el caso catalán, la indignación tantas veces impostada ha acallado la más mínima autocrítica respecto a las responsabilidades de la ‘parte catalana’. Toda movilización tiene algo de escapismo.

Las dos manifestaciones convocadas para esta tarde, una en Barcelona y la otra en San Sebastián, se convertirán en tres o cuatro en cada caso. La intención de los organizadores de ofrecer una imagen monolítica choca con la diversidad de motivaciones que se congregarán para marchar. Máxime cuando, como en el caso catalán, se ha generado toda una marea de adhesiones a la iniciativa. Nada más difícil que extraer una conclusión unívoca de la afluencia de gente, al margen de la constatación de que Cataluña quiere lo que tiene y más, y de que sigue habiendo vascos a los que eso les resulta insuficiente. Siempre será más fácil identificar a quienes no podrán capitalizar el éxito de la marcha.

Barcelona contará hoy con tres protagonistas principales: el presidente Montilla y su partido, la aspirante Convergencia y el magma que interpretará el acontecimiento en clave netamente soberanista. De los tres es el primero -el que se adelantó con su llamada a la movilización ciudadana, para ceder el protagonismo de la convocatoria primero y recabarlo para la Generalitat después- quien lo tendrá más complicado para obtener algo a su favor de la multitud que se espera esta tarde. El esfuerzo realizado para garantizar la unidad formal de la manifestación ha dado lugar a un protocolo de lemas, senyera y personalidades que ha ofrecido una imagen penosa, pero real, no solo del pulso partidista que se libra tras la convocatoria sino de las dudas que han atenazado a sus promotores, comenzando por el propio Montilla.

Está claro que la cita de Barcelona va contra la sentencia que ayer vio por fin la luz. Pero la fotografía que recoja la concentración empequeñecerá tanto a los participantes que les será imposible verse en ella con una mínima nitidez. La manifestación será inabarcable y recordará hitos que jalonaron el postfranquismo y la transición en ese mismo escenario. Pero aunque a su término los organizadores y los observadores recurran al tópico del «habrá un antes y un después», e incluso insistan en que la manifestación de hoy da inicio a una nueva etapa histórica para Cataluña, lo más probable es que solo sirva para confirmar las tendencias pronosticadas respecto al comportamiento electoral, y para reafirmar que el futuro de los catalanes discurre por la vía lenta pero segura del «marco definido por las instituciones y la sociedad civil», como adelantaron en su llamamiento Pujol y Maragall. El independentismo creerá que la multitud se inclina hacia su lado. Pero la masiva afluencia a la manifestación anunciará, como mucho, el regreso de los convergentes al gobierno de la Generalitat.

Todas las manifestaciones, en mayor o menor grado, evocan el éxodo. La gente acude a caminar en busca de la tierra de promisión que les describan o les sugieran los convocantes. Cuanto más largo sea el trayecto a recorrer mayor trascendencia adquiere la vivencia de cada manifestante. Pero en democracia cuando se disuelve la concentración cada cual vuelve a casa para encontrarse con una realidad que el éxodo no habrá cambiado en lo sustancial. Cabe preguntarse si el «orgullo», la «autoestima» y la «dignidad» pueden adquirir una dimensión colectiva sin incurrir en una concepción exclusivista y unidireccional de la identidad. Y hasta qué punto sirven en realidad para que los responsables políticos escurran el bulto de haber planteado un problema sin contar previamente con su solución. Es poco probable que convergentes y socialistas sepan administrar en el terreno de la política realizable los lemas de ‘Somos una nación’ y ‘Nosotros decidimos’, que los primeros han defendido y los segundos han tenido que aceptar.

Por su parte la convocatoria de San Sebastián llevará a la calle a quienes el pasado 20 de junio suscribieron en el Euskalduna de Bilbao un «acuerdo estratégico entre independentistas», la izquierda abertzale y EA. Pero aquella retórica puesta en escena cobrará una nueva dimensión cuando los manifestantes se miren unos a otros preguntándose si han acudido por su afinidad con alguna de esas dos formaciones, o porque se apuntan a todo gesto unitario que se da en el seno del nacionalismo. Es posible que alguien entre los organizadores quiera enviar el mensaje a ETA de que existe vida fuera de su estricto control. Pero resulta dudoso que la banda terrorista se dé por enterada ante tan tímido toque de atención, si no es para hacer suyo el «clamor» de las calles donostiarras. Es lo que tiene recurrir en Euskadi a un lema como ‘Somos una nación, Autodeterminación’ para erigirse en el referente inequívocamente soberanista frente al posibilismo jeltzale mientras no acabe el terrorismo.

Al fin y al cabo una movilización ha de pedir algo y a alguien; y la manifestación de San Sebastián tiende más bien a arrugarse ante el auténtico desafío que la democracia plantea a la izquierda abertzale: acabar con la violencia física y con la coacción latente. Es lo que invita a pensar que toda movilización tiene algo de escapismo por parte de sus promotores. Resulta significativo que en el caso catalán la indignación, tantas veces impostada durante los últimos días, haya acallado la más mínima autocrítica respecto a las responsabilidades iniciales de la ‘parte catalana’. Salvando las distancias, también la izquierda abertzale soslaya todo compromiso cuando, ayudada por EA, sigue optando por el éxodo permanente a la espera de que alguien le salga al camino para secundarla en tan exasperante evolución.

Kepa Aulestia, EL DIARIO VASCO, 10/7/2010