El Correo-PEDRO ONTOSO

Los actos de bienvenida a presos de ETA legitiman la violencia, provocan una revictimación de los afectados por el terrorismo y dificultan la normalización sociopolítica

El 24 de junio de 1981 un grupo de pistoleros de ETA asesinó a sangre fría en Tolosa a tres jóvenes que se dedicaban a vender libros y casetes en euskera. Las víctimas eran los hermanos Pedro Conrado y Juan Manuel Martínez Castaños, militantes comunistas, e Iñaki Ibargutxi, miembro del PNV de UgaoMiraballes. Años antes, Iñaki y yo compartimos aula en el Instituto de Enseñanza Media de Basauri y le recuerdo como una persona despierta y generosa, comprometida con su país. El comando les confundió con agentes de la Guardia Civil, pero nunca asumió su error. ETA tardó 37 años en reconocer aquel triple asesinato. Lo hizo en su último ‘Zutabe’, el 6 de noviembre de 2018. Nunca pidió perdón a la familia. El Ayuntamiento reivindicó su memoria semanas después, pero EH Bildu se abstuvo. Siempre lo hace cuando se trata de reconocer el daño injustamente causado. Cuando la Policía francesa detuvo el pasado mes de junio a José Antonio Urrutikoetxea, ‘Josu Ternera’, que nunca tuvo agallas para aclarar el asesinato de su vecino, una manifestación recorrió las calles de la localidad vizcaína para reivindicar los derechos del exdirigente de ETA.

Siempre me ha sublevado esa memoria asimétrica. No concibo un homenaje a ‘Josu Ternera’ o a José Javier Zabaleta, ‘Baldo’, como tampoco lo concibo a Radovan Karadzic, líder serbobosnio durante la guerra de los Balcanes, a Salvatore Totó Riina, siniestro capo de la Cosa Nostra siciliana, o al Chapo Guzmán, narcotraficante del cártel de Sinaloa e implacable criminal mexicano. A nadie que haya vulnerado los derechos humanos, cuyo respeto, sin excepciones, es la piedra de bóveda de cualquier democracia. No ha habido heroísmo en la trayectoria de ETA, que nunca debió de existir.

Solo sangre y dolor para al final autodisolverse sin haber conseguido nada. Hay que repetir que ETA solo ha producido muerte y sufrimiento. ¿Merece eso un homenaje?

La cultura antropológica del pueblo vasco ha cultivado en sus constumbres multitud de palabras y de gestos para que sus ciudadanos puedan ejercer de anfitriones de propios y extraños. Siempre ha sido una cultura de acogida. Receptiva y hospitalaria. Los recibimientos a antiguos miembros de ETA que no han abominado de manera pública de su biografía criminal, denominados ya ‘ongi etorris’, han ensuciado ese lenguaje milenario. Pretenden regresar a sus pueblos por la calle mayor, precedidos por la banda de música y bajo un ‘sirimiri’ de pétalos de flores. Como lo hacían en el pasado los generales romanos después de guerrear en la Galia o en Germania, a los que se agasajaba con una corona de laurel. Mientras,

las otras coronas, las que recuerdan a las víctimas de ETA, se pudren en soledad y en silencio en las tumbas de los cementerios. ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos! Y releo a Gustavo Adolfo Bécquer.

Me consta que hay dirigentes de EH Bildu que no apoyan los recibimientos –algunos presos aceptan participar en ellos a su pesar–, pero consideran que es una válvula de escape, un colchón, para los sectores que todavía no han digerido el final de ETA. Un pequeño momento de gloria para alguien a quien la mayoria social nunca le va a agradecer su ‘martirio’. Lo reconocen en privado, nunca de manera pública. Y lo que se necesitan son gestos públicos para afear esa cultura antidemocrática. En Irlanda del Norte fueron muchos los presos del IRA que rechazaron los recibimientos públicos para no volver herir a sus víctimas. Regresaron a sus pueblos al atardecer del día, por la puerta de atrás y sin llamar la atención. Luego celebraron su puesta en libertad y la paz con los suyos, en familia y con amigos, sin ruido. Eso sí ayuda a la normalización. Los ‘ongi etorris’ legitiman la violencia, provocan la revictimación de los afectados y dificultan la convivencia y la reconciliación. Desde luego, lo que sí creo es que no tienen nada que ver con la libertad de expresión.

Lo ha dicho el Parlamento vasco, con la abstención de EH Bildu, y lo deberían decir otras muchas instituciones. También la Iglesia, que trabaja por acercar el sufrimiento de las dos orillas. Hace no mucho debatía con un intelectual franciscano sobre la cuestión de la reinserción. El clérigo mantenía que no se puede obligar a un antiguo miembro de ETA a pedir perdón y a que se arrepienta de su pasado porque sería confundir la ley con la conciencia. «Para una persona que ha matado, admitir luego que ha sido un error es algo que la conciencia no puede soportar», me argumentó. Sin embargo, hay muchos que sí han realizado ese ejercicio crítico de su pasado.

He mantenido largas conversaciones con el padre Josu Zabaleta, nacionalista de cuna y claretiano ya fallecido, que se volcó en la reintegración social de cualificados etarras. Logró que muchos se alejaran de la organización terrorista y que reconocieran el daño injustamente causado. No entro en el debate de la legalidad o no de estos recibimientos a exetarras. No sé si suponen apología del terrorismo o no. Lo que sí creo es que merecen un rechazo moral. Las víctimas fueron ignoradas durante mucho tiempo, mientras una gran parte de la sociedad vasca lo toleraba. Fue una falta de piedad insoportable. No caigamos en la misma equivocación.