ABC-IGNACIO CAMACHO

Buena parte de la sociedad española padece una hemiplejía moral que la vuelve indulgente con la corrupción extensiva

LA diferencia del impacto social de la corrupción según afecte al PP o al PSOE, ese patrón de opinión pública asimétrica, no reside sólo en el tratamiento que recibe en unos medios de comunicación mayoritariamente proclives a la izquierda. Es evidente que el duopolio televisivo –fruto de la incomprensible decisión del Gobierno de Rajoy, que retorció dictámenes de la Comisión de Competencia en el Consejo de Ministros– mide los escándalos con un rasero manifiestamente distinto. En los últimos días, por no ir más lejos, se ha producido un escandaloso ninguneo de la entrada en prisión de los condenados asturianos del «caso Marea» y del indigno montaje clientelista de Huévar, mientras cualquier declaración judicial de un dirigente conservador acapara titulares desde el desayuno a la cena. Pero no se trata sólo de sesgo informativo o de desproporción de influencia: hay un fenómeno patente de disparidad de criterio en la sociedad, una rutina colectiva que tiene que ver con la hemiplejía moral que señaló Ortega. Una extendida mentalidad que sentencia de antemano todo indicio de concusión en la derecha mientras absuelve las rutinas clientelares del socialismo como si respondieran a la inevitable terapia de una especie de necesidad endémica.

Lo que irrita a los ciudadanos es la apropiación indebida, el cohecho, el agio, la venalidad con lucro privado. En cambio existe una tendencia a perdonar el fraude comunitario, la corrupción extensiva que distribuye el botín entre muchos beneficiarios, y de la que los ERE trucados de Andalucía –o los empleos municipales de Huévar– son un ejemplo diáfano. Con una interpretación estricta de la ley, si el procedimiento de jubilaciones era irregular sus miles de perceptores tendrían que devolver lo cobrado. Sin embargo nadie, ni mucho menos los tribunales, se atreverá a plantearlo. A menudo, los altos cargos socialistas involucrados en prácticas ilícitas se excusan argumentando que no se han llevado nada, que ellos pueden meter la pata pero sus adversarios meten la mano; saben que atropellar la igualdad de oportunidades o favorecer a los del propio bando tiene un rédito político acaso inconfesable pero ampliamente tolerado. Apelan al sentimiento popular de pancismo pragmático que indulta el clientelismo, la compraventa de voluntades, por miedo al desamparo.

Juan Guerra, aquel pionero, se defendió una vez alegando que ya era hora de que robaran los que nunca lo habían hecho. La tosca teoría del Pernales, la del bandido bueno, la de la socialización del saqueo. Ese paradigma ha caducado en apariencia pero continúa teniendo muchos discretos adeptos que admiten esa suerte de nanofraude distributivo como un contratiempo natural, como el pedrisco o el trueno. Si se suma a ello el servicial absentismo de cierto periodismo tuerto no resulta difícil de entender la razón de tanta complicidad y de tanto silencio.