«No soy una persona, soy un arma»

 

60 miembros de Al Qaeda, implacables y fanáticos, penan en prisión. La vida de tres de sus líderes encarcelados ilustra las entrañas terroristas. Se enfrentan a la pena de muerte, aunque nunca se aplica. «Están eufóricos, convencidos de que habrá un canje de prisioneros», asegura una fuente próxima a los presos.

La prisión Lahsar en Nuakchot, en pleno corazón de la capital mauritana, donde permanecen presos 60 miembros de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), es un fortín en apariencia inexpugnable. Está rodeada de un centenar de pilones de piedra que la protegen de los coches bomba y flanqueada a derecha e izquierda por los cuarteles de la Gendarmería y la Dirección de Aduanas, un millar de hombres uniformados para garantizar que este grupo salafista convertido en la mayor amenaza del país no asalte el viejo edificio de adobe y libere a sus «hermanos». Pero hasta el interior de las celdas se ha colado un soplo de esperanza: Khadim Ould Saman, Sidi Ould Sidina y Maroof Ould Haiba, los principales reclusos, han comentado a funcionarios y familiares que van a ser canjeados por los secuestrados españoles.

Los tres dirigentes presos de AQMI están convencidos de que su organización no se olvidará de ellos y anuncian a los suyos su supuesta liberación. Desde el pasado 29 de noviembre, fecha en la que se produjo el secuestro, sonríen y hacen signos de victoria. Tienen la moral muy alta. «Date prisa en venir a visitarme porque a lo mejor ya no estoy cuando hayas venido», anunció el barbudo Maroof, ex militar de 30 años, a un amigo a través de un funcionario de la prisión.

«Están eufóricos y convencidos de que van a sacarlos, de que habrá un canje de prisioneros. Dicen que ahora tienen una posición de fuerza», asegura a EL PAÍS una fuente próxima a los presos. Los secuestradores hicieron público el pasado día 9 un comunicado en el que sugerían que intentarían «liberar a nuestros prisioneros detenidos y torturados en nuestras cárceles».

Khadim Ould Saman, de 31 años, se ha convertido en héroe y víctima para los acólitos mauritanos de este grupo terrorista argelino, que agrupa a seguidores de hasta seis nacionalidades. Hace varios meses salió de los muros de la prisión de Lahsar, un centro reformado que acoge exclusivamente a los presos de Al Qaeda, un vídeo en el que aparece el rostro de Saman bajo la bota de un militar. Se observa al recluso colgado del techo mientras alguien le golpea una y otra vez durante varios minutos.

La cinta fue emitida por la cadena Al Yazira y el Gobierno cambió a la mayoría de los funcionarios del centro. Nadie se explica cómo las supuestas torturas fueron grabadas por los militares con un teléfono móvil y entregadas a la televisión. La dirección del centro cree que fue un montaje elaborado por una de las personas que visitó a Saman. Hoy, a los ojos de los salafistas, este joven mauritano responde como nadie al perfil del que hablaban los secuestradores en su comunicado: detenido y torturado.

Antes de caer en las garras de la sucursal de Al Qaeda en África, Saman era poeta. Recitaba versos en televisión en los que hablaba de amor y compuso canciones para uno de los cantantes más famosos de este país de 3,3 millones de habitantes y una de las tasas de pobreza más altas del mundo. Khadim dejó la música por el tablight, una corriente religiosa rigorista que predica la paz, y ayudaba a los jóvenes pobres en las ceremonias nupciales. Militó en los Hermanos Musulmanes y fue detenido en 2003 en una redada contra miembros de esta organización religiosa. Un año después ya era miembro de AQMI y fue detenido bajo la acusación de entrenar en un campo terrorista en el norte de Malí, la madriguera donde supuestamente están ahora los secuestrados españoles. Saman acabó en la prisión de Lahsar de donde logró escapar disfrazado con un burka que le facilitó una visita.

Desde su escondite en Senegal entraba y salía para sus operaciones en Mauritania, un rosario de acciones entre las que destacan el intento de secuestro del cónsul alemán en Nuakchot, un espectacular robo de una caja fuerte en el puerto de la ciudad, los ataques a la Embajada de Israel y a una discoteca. El ejército mauritano, de unos 15.000 hombres, le persiguió durante años hasta que cayó en un tiroteo en el centro de Nuakchot. En la casa donde se refugiaba se encontró el manual de AQMI titulado La ley de los prisioneros extranjeros, donde se explica cómo tratar y qué hacer con sus víctimas.

La carrera terrorista de Sidi Oul Sidina y de Maroof Ould Haiba, los otros dos presos que esperan ser canjeados, es parecida. Quienes conocen a Sidi aseguran que es uno de los casos de lavado de cerebro más llamativo. «Yo no soy una persona, yo soy un arma. No habléis conmigo. Disparo cuando me lo ordenan», confesaba a sus íntimos antes de ser detenido. El discurso de Maroof es parecido. Al igual que otros reclusos de Al Qaeda, Maroof gozaba de ciertos privilegios antes de que sus hombres secuestraran a los cooperantes españoles. Disponía en su celda de un secador para cuidar de su barba y a veces vestía elegantes ropas de estilo árabe. Ni ellos ni los otros 57 presos de AQMI que ocupan las celdas de la prisión de Lahsar tienen abogados. No reconocen ni al Gobierno mauritano ni acatan sus leyes. «Nuestro abogado es Alá», explican a sus familiares.

Kadim, Sidi y Maroof se enfrentan a la pena de muerte, aunque en Mauritania nunca se aplica. El rastro de sangre y violencia que AQMI ha sembrado en las antes tranquilas dunas mauritanas es estremecedor: un matrimonio y dos menores franceses asesinados en Navidad cuando hacían turismo a 250 kilómetros de Nuakchot; un cooperante norteamericano asesinado a tiros en el centro de la ciudad; el ataque suicida contra la Embajada francesa; la muerte de varios militares mauritanos y una larga lista de ataques.

El Parlamento mauritano acaba de aprobar una ley en la que se autorizan las escuchas telefónicas sin autorización judicial. La vigilancia se ha redoblado con los exiguos medios del país en los edificios oficiales y es imposible entrar en un hotel de la ciudad sin atravesar un arco de detención de explosivos.

Jamil Mansour, de 45 años, representante del partido Tawassoul, formado en su mayoría por seguidores de la corriente de los Hermanos Musulmanes, eleva una plegaria por Alicia Gómez, Roque Pascual y Albert Vilalta junto a la puerta de su despacho. «Pido a Alá que regresen pronto a sus casas y que sean liberados. Estamos en contra de la violencia y reclamamos su liberación. Queremos una buena relación con el mundo occidental». Jemil pertenece al único partido islamista reconocido en el Parlamento mauritano, estuvo preso y se exilió en Bélgica hasta su regreso al país.

A las afueras de Nuakchot, en un barrio humilde donde los burros y las cabras caminan junto a las puertas de las casas, vive Mohamed Lamin Sidi, de 28 años, el último preso mauritano de Al Qaeda que ha regresado de la prisión de Guantánamo. Mohamed fue detenido en Pakistán en 2002 y trasladado a la prisión norteamericana donde ha permanecido durante siete años. Mohamed proclama su inocencia, dice que no cree en la democracia y elude cualquier pregunta relacionada con el secuestro o el crecimiento del salafismo en Mauritania. «Yo no soy nadie. No quiero comentar si estoy en contra o a favor. Los derechos humanos y la democracia son una mentira», asegura sentado en el salón de su casa.

En Guantánamo quedan otros dos presos mauritanos, uno de ellos secuestrado hace años en el centro de la capital por agentes de la CIA con la connivencia del anterior Gobierno. Se disfrazó su desaparición con noticias falsas sobre un supuesto ajuste de cuentas, pero una carta enviada por el preso desde la base militar a través de la Cruz Roja destapó la verdad. Su fotografía aparece cada día en la contraportada del periódico Al Kahbar con el siguiente lema en árabe: «No olvidemos nunca a nuestros presos en Guantánamo». «Este secuestro consiguió más militantes para AQMI que muchos de sus vídeos y soflamas», asegura el responsable de un servicio de la inteligencia europea desplazado a Nuakchot.


En manos del juez del desierto

La suerte de los tres españoles secuestrados en Mauritania pende de Abú Hannas, un dirigente religioso que termina sus soflamas pidiendo morir por la ‘yihad’.

La suerte de los secuestrados españoles por Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) depende en buena parte de un solo hombre: Abderramán, Abú Hannas, el denominado juez del desierto, un dirigente religioso del que sólo existe una fotografía, la que aparece en los vídeos, oculto bajo su turbante mientras lanza soflamas incendiarias sobre la necesidad de crear un nuevo califato y un Gobierno islámico en el Magreb. Discursos que siempre terminan con la coletilla: «Pido a Alá morir por la yihad».

Abú Hannas, de unos 30 años, jugaba en el Bohdid, un equipo de fútbol local de un barrio en Nuakchot, tenía novia y trabajo, pero su obsesión por los estudios coránicos le condujeron por el camino vidrioso y oscuro que lleva a la yihad. Era imán en una pequeña mezquita y su verbo fácil le convirtió en un referente para un ejército de fieles que escuchaba ensimismado sus discursos cada vez más extremistas. Nadie sabe quién lo captó para la nueva base de Al Qaeda en África, pero desde hace varios años se ha convertido en la voz religiosa del grupo salafista que atenta y secuestra en el desierto del Sahel.

El joven mauritano es el «aliento espiritual» de un grupo terrorista que necesitaba un referente religioso propio y cercano y es quien marca los límites de lo que se debe o no hacer, según aseguran fuentes próximas a los salafistas. La fuerte expansión de AQMI ha obligado a sus dirigentes a tener un juez del desierto que explique sus acciones y decisiones y las bendiga para sentirse respaldados. Por ese motivo se cree que la posición de Abú Hannas será determinante en el futuro de los secuestrados españoles. «Están en sus manos porque él tendrá que autorizar y explicar la decisión que se adopte», aseguran varias fuentes consultadas.

La Gendarmería mauritana atribuye a Abú Hannas la redacción de un documento titulado Manual sobre los prisioneros extranjeros, hallado en una operación policial en la capital. Un puñado de folios en árabe explica qué hacer y cómo tratar a los secuestrados: si hay mujeres se las puede tomar como esposas; si son militares, los yihadistas están autorizados a matarlos, y si son civiles, hay que pedir un canje de prisioneros o un rescate.

Las condiciones para formar parte de este ejército de terroristas escondido en los desiertos fueron también redactadas por Abú Hannas, según la policía mauritana. Se les pide tener conocimientos técnicos o informáticos, estar dispuestos a convertirse en suicidas y un documento de idoneidad firmado por el jefe de reclutadores de la región.

AQMI, según fuentes de la inteligencia francesa y mauritana, cuenta hoy con cuatro brigadas diferentes repartidas por el inmenso desierto del Sahel, una extensa región que va desde el océano Atlántico hasta el mar Rojo, un territorio de nadie donde Gobiernos débiles y fallidos no tienen medios para combatir el terrorismo. Agrupan a unos 300 hombres, en su mayoría argelinos, y sus nombres son: Tarek Ibn Ziyad, que en febrero de 2008 secuestró a varios turistas austriacos en Túnez; la Brigada de los turbantes, compuesta por algunos tuaregs, aliados de AQMI en Malí; Ansar, cuyo símbolo explica sin rodeos que su misión es secuestrar a cristianos; y Farkan. El dirigente religioso de todos ellos es este ex futbolista y recitador del Corán.

Abú Hannas tuvo problemas para ser aceptado por algunos argelinos y en sus primeros discursos llegó a confesar que se sentía más cerca de éstos que de sus paisanos mauritanos. Las dificultades terminaron cuando Abú Musad Abde I Wadud, el emir del Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC) argelino, le dio su bendición, le nombró juez del desierto y miembro del Consejo de AQMI. Wadud fue quien anunció en 2006 la alianza de los salafistas argelinos con Osama Bin Laden y es el auténtico impulsor de la expansión de AQMI, un grupo que ha logrado agrupar a yihadistas de, al menos, siete nacionalidades bajo la misma bandera.

El dirigente religioso mauritano no ha sido nunca detenido, su vida y andanzas por el desierto están llenas de leyendas que corren de boca en boca por las mezquitas más radicales de Mauritania. «Es muy inteligente y sabe cómo llegar a la gente. Sus discursos son muy agresivos y buscan despertar las conciencias y captar nuevos militantes», señala un joven próximo a los presos mauritanos de Al Qaeda. El pasado mes de junio, Abú Hannas lanzó un llamamiento a los mauritanos para que no acudieran a las urnas. «Todo es mentira. La democracia es una farsa. No vayáis a votar», reclamó.

¿Cómo se ha extendido el salafismo en Mauritania?, se preguntan muchos en este país de 3,3 millones de habitantes donde hace años era imposible ver a una mujer con burka. Muchas miradas se dirigen a las ruinas de la universidad Mohamed Ibn Saud, financiada por el Gobierno de Arabia Saudí, cerrada en 2003 y derribada hasta convertirse hoy en una escombrera en el centro de la ciudad. «Ahí empezó a cocerse todo», asegura Ahmed, un joven profesional mauritano. En 2004, el Gobierno secuestró los 2.000 ejemplares del periódico Al Khabar. El diario informaba de que Ayman Al Zawahiri, el escudero egipcio de Bin Laden, hacía un llamamiento a Mauritania para que se uniera a la yihad. «Nos llamaron mentirosos y manipuladores. Intentaron ocultar lo que ya estaba ocurriendo», explica Mohamed Lamil, hoy residente en España.

Escuchar los discursos claros y contundentes de Abú Hannas produce escalofríos. En su última grabación, con el preludio de una música de fondo que anima a la lucha, el juez del desierto mauritano, el tipo que puede decidir sobre el futuro de Alicia Gómez, Roque Pascual y Albert Vilalta, decía frases como éstas: «No hay un Gobierno islámico de verdad. Todos son teatros y cristianos… Estamos aquí para construir el mundo islámico de nuevo… Nuestra alianza es una pesadilla para nuestros enemigos. Vamos a ganar esta guerra contra el ejército de Satán». Y terminaba con su remate final: «Pido a Alá morir por la yihad».

EL PAÍS, 20/12/2009