Pactos: negociación o zoco

EL MUNDO – 06/05/15 – NICOLÁS REDONDO TERREROS

Nicolás Redondo Terreros
Nicolás Redondo Terreros

· Los partidos tienen que apoyar al que haya ganado las elecciones y Mariano Rajoy es el único al que le favorece cualquier pacto. Todo lo contrario sería perjudicial: provocaría situaciones de gobierno inestables.

Después de las próximas elecciones municipales, veremos una España política distinta. No tan diferente como creyeron que podían conseguir los de Podemos, divididos entre posibilistas y utopistas, entre los partidarios de la Revolución y los de dejarla pendiente. Pero la aparición de Ciudadanos, con fuerte representación según las encuestas, cambiará el panorama político lo suficiente como para obligar a los partidos tradicionales y a sus dirigentes a comportarse de manera muy distinta a como han venido haciéndolo hasta ahora. No desaparecerá el bipartidismo imperfecto con el que hemos vivido, cambiarán los actores, y los nacionalismos periféricos no serán determinantes en la política estatal, siendo sustituidos por dos formaciones de extensión y discurso nacional.

Sin embargo, leyendo los periódicos y viendo la desordenada búsqueda de alianzas para conseguir el poder o mantenerse en él de los partidos clásicos, tengo la impresión de que se mueven con la torpeza de los viejos barcos, que están en estado de volver a dique para una revisión en profundidad. Les desborda el nerviosismo, cuando la tranquilidad es ahora más necesaria que nunca, dan golpes de ciego a diestra y siniestra, en un momento en que la sociedad suspira por unos comportamientos ideológicos coherentes que pongan orden en el mercado persa de las alianzas, en el que hasta ahora era posible todo, menos pactar con ETA y sus proyecciones políticas o con el Partido Popular.

Me interesa aventurar el comportamiento de las formaciones políticas una vez descompensado el bipartidismo imperfecto en el que hemos vivido y con un sistema electoral en el que la última palabra no la tienen los ciudadanos, sino las formaciones políticas, que pueden interpretar como Dios les dé a entender los resultados electorales, haciendo de los días posteriores a las elecciones un zoco en el que todo se puede comprar y vender. Por ejemplo, a los partidos de izquierda, sobre todo a los apologistas del PSOE, se les hacen los dedos huéspedes al contar con los escaños de IU y Podemos para desbancar al PP. Pero el comportamiento post electoral del partido de Pablo Iglesias Jr. no está asegurado de antemano; al fin y al cabo nacieron como alternativa a una izquierda, según ellos pusilánime y engolfada con los postulados ideológicos de la derecha neoliberal, y obtuvieron su fuerza y su energía contestataria inicial en su rechazo a la socialdemocracia y a los resultados de la Transición. Todo el movimiento asambleario nacido en plazas y barrios perdería su razón de ser original al pactar con sus adversarios más cercanos, que por ser cercanos suelen provocar los recelos más intensos, las disputas más agrias, los enconos más permanentes.

De esos pactos, si se dieran, una de las partes perdería de forma definitiva: el PSOE, porque habría legitimado una fuerza de izquierdas que no tiene el techo de IU y puede convertirse en su alternativa real en el campo de la izquierda. Pero puede ser Podemos quien salga perdiendo de manera irreversible, convirtiéndose en un episodio de la historia de la izquierda española, porque en esos pactos perdería la virginidad política. Un partido que ha hecho de la pureza de sus ideas y de sus intenciones el estandarte de una «política nueva», no puede permitírselo. Al fin y al cabo, según su propaganda, son capaces de solucionar todos los problemas de los menos favorecidos por un conjuro en el que interviene a partes iguales su pureza y su desprendimiento; de todos es sabido que para ellos los cargos institucionales, que son prebendas para todos los demás, son cargas que soportan con dificultad, en aras a una Epifanía que sólo ellos conocen y que nos entusiasmará al resto de los mortales cuando la disfrutemos.

El caso del centro y la derecha es más complejo aunque parezca más simple. El PP, una vez que ha comprobado que sus márgenes de pacto son escasos, ha optado por una campaña para asustar a los niños: «que viene el coco». Es tan simple que no podrá remover a su favor el voto de los que entre la seguridad y la ilusión de cambio han optado, a estas horas, por una esperanza con la seguridad que dan las mallas –ese cambio seguro, sin riesgos, que es lo que parece que Ciudadanos está en condiciones de ofrecer a multitud de antiguos votantes del PP y a votantes moderados del PSOE–. En esa campaña del todo o nada, el mejor ejemplo es la candidatura de Esperanza Aguirre, que mientras les asegura el mejor resultado posible, ¿y eso quién lo sabe?, en la misma proporción reduce los márgenes posibles para alianzas post electorales. En fin, en la estrategia electoral del PP, el primer damnificado es su socio más probable, con el que se juega toda la partida; o logran desactivar el ascenso del partido de Rivera o ellos obtienen una derrota con efectos traumáticos en el futuro más cercano.

Por último, Ciudadanos no ha nacido con la pureza revolucionaria, sus orígenes están en una larga lucha por la tolerancia y la legalidad contra el nacionalismo catalán, peculiaridad que en vez de hacerles más antipáticos, como algún descerebrado ha creído que iba a suceder, les hace atractivos ante los ojos de los catalanes no nacionalistas y de los españoles del resto de España que estamos empeñados en mantener una convivencia armónica con los ciudadanos de Cataluña, viva desde hace más de 500 años, aunque con los ajustes que imponen los tiempos. Por de pronto, y no tiene escaso valor, parece que han aumentado su importancia en la comunidad autónoma catalana a costa del empequeñecimiento del PP de aquella comunidad, entretenido en películas de espías; y del PSC, empeñado en la insólita pero no imposible tarea de jibarizarse a base de confusión y ocurrencias. ¿Qué hará Rivera una vez conocidos los resultados del 24 de mayo? El PP tirará de ellos para realizar una política de alianzas que les permita gobernar donde hayan logrado ser el partido más votado, y el PSOE igualmente buscará en primer lugar al partido de origen catalán porque su apoyo sería aséptico, al contrario que sus posibles acuerdos con Podemos, que si bien le podrían garantizar más poder municipal y autonómico, les alejaría de La Moncloa en la misma proporción. Los dirigentes del nuevo partido pueden ceder a los tirones de la derecha o de la izquierda, pero todo lo que hagan y no sepan explicar será un pesado lastre para sus ambiciones nacionales.

Está bien definida, a mi juicio, la posición de favorecer los gobiernos de los partidos que hayan ganado con holgura las elecciones, pero aún así habrá casos en los que la explicación será difícil y la comprensión imposible para todos los que se sientan perjudicados por estas decisiones. Todos lo tienen complicado, pero paradójicamente el que menos lo tiene, debido a su aislamiento, es el partido de Rajoy, que puede estar pensando que todas las opciones del resto de las formaciones políticas le terminarán favoreciendo al presentarse como el partido más claro y previsible del panorama político español. Sin embargo, esa incapacidad para llegar a acuerdos con el resto de las formaciones políticas, haría en la próxima legislatura de su mandato un drama al no tener apoyos suficientes para garantizar la estabilidad, y lo que es peor, sería inútil.

Mientras el panorama se aclara parece necesaria una virtud inexistente en la política española en los últimos años y un encauzamiento legal de la nueva realidad político partidaria. La virtud es la capacidad de entender la negociación como una forma de hacer política y no como un mal a evitar. La aparición de cuatro partidos en el panorama político, lo que no tiene que ser negativo, nos llevaría a completar el proceso electoral a dos vueltas, para que la última palabra la tuvieran los ciudadanos y no las nomenclaturas de los diferentes partidos. Todo será distinto, pero no tiene por qué ser peor.

Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.