palotes

ABC  14/12/14
JON JUARISTI

· La caligrafía sólo tiene sentido allí donde la escritura mantiene una pretensión de permanencia

LO de que Finlandia vaya a suprimir la caligrafía de los programas escolares parece un buen chiste. Como si en la Meca prohibieran la venta de cubalibres. ¿Ha oído hablar alguien de un calígrafo finlandés? Ni de coña. Las especialidades de Finlandia son el mueble minimalista, la sauna y la telefonía celular. Nada de caligrafía, que yo sepa.

Además, ¿a quién le importa que se carguen la caligrafía en Finlandia? ¿Cuántos españoles reciben postales de amigos finlandeses y cuántas al año? Es mucho más fácil conectarse con ellos por

facebook, como hacen los pocos Erasmus que han sobrevivido a un trimestre de invierno en Helsinki, y no lo digo por el frío, sino por el alcohol. Más fácil y más seguro. La última confraternización internacional de estudiantes allí celebrada terminó, según el testimonio de una posgraduada vasca amiga mía, con un prometedor estudiante noruego de ingeniería calcinado por flambear un ponche local de alto octanaje.

Hay que estar muy desesperado para preocuparse por las relaciones entre Finlandia y la caligrafía, pero da la casualidad de que los escolares fineses son los cracs de Europa, según el informe PISA, y a los que creen en estas cosas y en estos informes les ha dado por especular acerca de si la cancelación de la caligrafía aumentará la ventaja que ya sacan los finlandesitos al resto de los europeos de su edad, y en particular a los colistas españoles. O si, por el contrario, se trata de una decisión equivocada y suicida, que hundirá a la cultura finlandesa en una eterna noche boreal. Grosso modo, la primera opinión ha sido mantenida por integrados de El Mundo y la segunda por apocalípticos de

El País. Como era de prever. ¿Nos afecta en algo semejante cuestión? La caligrafía desapareció de la enseñanza española hace medio siglo, aproximadamente. Creo que la mía ha sido la última generación que perdió el tiempo trazando palotes en aquellos cuadernos zaragozanos de verde cubierta sobre la que campaban el Ebro famoso y el santuario del Pilar. Porque Zaragoza fue desde el Renacimiento la Florencia de la caligrafía, gracias, por cierto, a expertos vascos como Juan de Icíar, que abrieron allí escuela. Por eso no es de extrañar que la única tentativa seria de recuperar la brillante historia de los orígenes del arte de escribir en España se haya debido a una aragonesa, la académica Aurora Egido.

Y no hablo del «arte de escribir» a humo de pajas, porque la caligrafía es antes un arte que una mera técnica y nada influye en los informes Pisa Morena. Es un arte en Asia, en el Extremo Oriente, en China y Japón. Incluso en Corea (del Sur), donde he visto a virtuosos compitiendo en el trazado de pictogramas sobre el asfalto de las plazas, valiéndose de esponjas empapadas en agua. Es un arte, todavía, en los países islámicos. Incluso en España, los últimos pendolistas son gente con acendrada conciencia artística, pero sin discípulos. La caligrafía no es una destreza «profesionalizante» y se halla condenada, por tanto, a extinguirse. Como la pintura de iconostasios o el bordado de mantones de Manila. Lamentarse por ello a estas alturas parece bastante absurdo. Desapareció de nuestras escuelas en medio de la turbulencia secularizadora de los años sesenta sin que nadie pareciera sufrir mucho ni poco por su pérdida, y si volviera a implantarse en las aulas los apocalípticos de hoy protestarían como integrados finlandeses o samoyedos. La caligrafía sólo tiene sentido donde la escritura se inscribe y conserva, por tanto, un carácter sagrado, una pretensión de eternidad (scriptamanent). Algo imposible en los ordenadores, donde siempre escribimos en presencia de la muerte.