ABC-IGNACIO CAMACHO

El domingo se celebra en la práctica un plebiscito sobre el modelo de integridad nacional y de soberanía única

ALGUNAS cosas que quedaron claras después de la doble y turbulenta ración de debates: que Sánchez y Rivera no van a pactar, que el presidente indultará si tiene ocasión a los golpistas catalanes y que Iglesias se conforma con ser vicepresidente como precio de su apoyo al PSOE. También que la izquierda pretende aumentar el gasto público a mansalva, que si gana es seguro que nos va a subir los impuestos y que si vence la derecha es probable, sólo probable, que los baje. Por fuera de los platós, Otegui, Junqueras y algunos de líderes independentistas procesados han declarado sin tapujos ni ambigüedades no ya su preferencia por el jefe del Gobierno, sino su voluntad expresa de respaldarlo. Éste es el panorama a tres días de las elecciones. Al menos esta vez nadie podrá argüir que las opciones no estaban claras.

Los votantes liberales, conservadores e incluso algunos socialdemócratas moderados pueden seguir fantaseando con la idea de un acuerdo entre PSOE y Ciudadanos. Pero eso simplemente no va a ocurrir, al margen de que fuese bueno o malo, y quien lo crea o lo diga se autoengaña o pretende inducir a los demás al engaño. El domingo no hay más alternativa que una alianza de los socialistas con Podemos, apoyada por el nacionalismo rupturista, o un pacto del centro y las derechas. Punto. Sánchez no es secesionista pero sí el candidato de los partidarios de la secesión, que lo consideran el hombre adecuado para avanzar hacia su objetivo, sea de forma inmediata o a plazos. Y aunque tampoco sea estrictamente anticonstitucionalista, todos sus potenciales socios son enemigos de lo que llaman despectivamente «el régimen del 78», es decir, de la soberanía única, de la democracia liberal, de la monarquía parlamentaria, de la integridad territorial y de la nación de ciudadanos libres e iguales. Incluido, por supuesto, ese Pablo Iglesias que ahora blande la Carta Magna como un fundamentalista enarbola su libro sagrado. Los chequeadores de mentiras en los debates han pasado por alto la mayor de ellas, el verdadero y monumental de las cuatro horas de discusión: la fe de falso converso de un político que lleva cinco años predicando la aniquilación del marco constitucional como presunto reducto lampedusiano del franquismo sociológico.

Frente a esa coalición contra el actual modelo de convivencia entre los españoles sólo hay una oposición fracturada a la que es difícil calificar de «bloque» sin impropiedad semántica. Tres partidos en mutua pugna por un liderazgo interno que el adversario tiene esta vez perfectamente definido. Esa atomización ya sin remedio vuelve aritméticamente improbable la victoria salvo que el electorado constitucionalista de cualquier signo se tome la ocasión como lo que realmente es: un plebiscito. Una votación a cara o cruz en la que el proyecto de la España que conocemos se revalide o se desarticule a sí mismo.