Antonio Rivera-El Correo

Los gobiernos centrales le han otorgado la interlocución en nombre de todos los vascos. Así consigue favores colectivos para Euskadi que explota con implacable eficacia en las urnas

Hay una estrategia en marketing que en inglés llaman ‘win win’. Significa ‘ganar ganar’, un procedimiento mediante el cual en una negociación ganan las dos partes. Aplicada a la política reciente diríamos que el PNV se mueve en esa fórmula: pase lo que pase, siempre gana, como antaño Alemania en fútbol, y con él los que se le arriman. Lógicamente, como en el marketing, alguien acaba perdiendo, pero su éxito opaca esa otra realidad.

Lo volvió a hacer el domingo y un mes antes. Mientras todo el mundo sube y baja, se desgasta por gestión, corruptelas, mejores o peores candidatos o estrategias contradictorias, ese partido hace y tiene de todo esto igual que los demás, pero siempre gana. Y a fuerza de ganar se instala hegemónicamente en el escenario e invita a la pregunta de aquel sketch cuando un tipo iba a votar y encontraba otras papeletas en la cabina: ¿pero es que hay más partidos? Se come estos días un trozo de PP, le sigue achicando el campo al PSE, le disputa la partida en sus feudos a Bildu y no se le arruga el rostro si tiene que sostener que es más moderno que Pablo Iglesias junior y todo su Consejo Ciudadano.

Del Ebro para abajo asisten abobados a semejante embrujo y lo jalean como demostración de genio. Hacia arriba, al ser más molesta la presencia, tendemos a preguntarnos por las razones del éxito. Porque, en realidad, esto viene siendo así desde la Transición, desde finales de los años 70. Desde entonces, todos los gobiernos, empezando por los de Suárez, convinieron en que la interlocución de todos los vascos la llevaba el PNV, dejando continuamente en mal lugar a sus correligionarios del paisito. A fuerza de repetir ese error, todos, propios y extraños, se acaban creyendo que el País Vasco se representa adecuadamente en ese partido; gana así una hegemonía por incomparecencia. Solo la cultura de ETA (la izquierda abertzale) le disputó desde el primer día esa partida; el resto se ha resignado.

Importante: la manera de aprovechar esa ventaja que se le ha dado en Madrid es conseguir favores colectivos para Euskadi. Ese era el procedimiento por excelencia del caciquismo político de los siglos XIX y XX, la manera de fidelizar el voto con la recompensa de instalar antes el teléfono, reducir el importe a pagar del cupo o traerse recursos para gastos a los que no contribuimos. La diferencia es que ahora quienes pagan más allá del Ebro lo interpretan como genio político (y siguen pagando). Obviamente, ello proporciona un gran sentido a ese voto porque las consecuencias se ven. La política moderna es pura abstracción: te crees las promesas. Pero si alguien la materializa en bienes tangibles, la fidelidad será eterna. A su vez, la mentira compartida que soporta cualquier hegemonía cultural sirve aquí para afirmar la leyenda de su buena gestión y de la cercanía al público, la atención continuada a sus demandas. Si gracias al Concierto y Cupo, y a tu condición de comunidad rica, tienes dinero para gastar, te conviertes en un socialdemócrata sin tener que afirmarte ideológicamente: simplemente preservas como el que mejor altos niveles de confort. Puedes ser conservador a las noches, pero, si de día te ven como el guardián del Estado del bienestar local, nadie preguntará qué piensas de verdad. De hecho, ni importa (como hacemos con las opiniones morales de otras iglesias). Tu ancho de banda ideológico es extraordinario y en tu seno cabe desde un democristiano de toda la vida a un antiguo trotskista supuestamente ganado para el sentido común. Si eso se adoba de cierto espíritu patrio, que se inflama de cuando en cuando, la combinación es perfecta.

Pero no perdamos de vista un detalle de gran importancia donde ahí el PNV no tiene rival: es una magnífica maquinaria política. La modernidad instrumental suena a jesuitas, pero es muy del país y de esa cultura política. Consiste en usar procedimientos modernos para sostener la tradición (o el statu quo). Así, el PNV funciona como un mecanismo implacable y muy eficaz. Tiene establecido el mejor cursus honorum que se conoce: sus dirigentes empiezan de concejales de pueblo y luego van ascendiendo hasta la realeza jeltzale o el mayor rango institucional, pero conocen la práctica y la teoría a un tiempo. Tampoco dejan que se instalen personalidades carismáticas a su frente y, cuando se encuentran con el caso (de Aguirre a Ibarretxe pasando por Garaikoetxea), el aparato del partido les establece competencia y recorta su tendencia a volar por su cuenta. De manera que un partido tradicional, fundado para crear una microsociedad nacionalista paralela a la que todos vivimos, se gestiona de la manera más avanzada y moderna que se conoce.

Colocados en tan ventajosa posición, resulta más fácil capear el temporal de los inevitables cambios y novedades. Recuerdo de nuevo que la magnífica voz ‘corrupción’ de Wikipedia casi nos hace creer que ese partido nunca ha tenido que ver con semejantes malas artes. Posiblemente ocurra que la parquedad del carácter del país evita que los chorizos locales se delaten colgando obras de arte originales en los baños de casa, como se hace en otros sitios. La extorsión terrorista contribuyó mucho a esa discreción pública. De manera que van deteriorándose todos y solo el partido-guía local permanece inoxidable; todo es contingente y solo él necesario.

Últimamente, además, le votamos para que nos deje en paz, para que no desate su inclinación intrínseca soberanista y se ponga a maquinar planes. Cuesta una pasta esa prudencia, pero la damos por bien empleada. En Madrid también, y pagan como si les fuera en ello la vida. La red clientelar alcanza así proporciones exageradas. El bien que derrama por el país nos tapa la boca. Es la reedición perfecta del genio de Maquiavelo, la técnica de San Ignacio y los buenos deseos del último soñador de nuestro tiempo. Tres en uno. Y luego se preguntan por qué no hay manera de que suelte aquello que agarra.