¿Por qué nos matamos unos a otros?

EL CORREO 08/01/14
PELLO SALABURU

· Al final, una caricatura, un dibujo… que no son sino elementos culturales que hemos ido creando, acaban adquiriendo más importancia que la propia vida

Arnaldo Amalrico era un monje cisterciense, que llegó a ser abad de Poblet y en 1212 fue nombrado arzobispo de Narbona. Un poco antes había dirigido la cruzada contra los albigenses, y en el marco de la cruzada asedió la ciudad de Béziers, en donde se habían refugiado gentes que no pensaban como él. Cuando sus tropas consiguieron entrar en la ciudad les asaltó una duda razonable: ¿Cómo sabemos aquí quiénes son los albigenses y quiénes no? Puesto en otras palabras, lo que había que dirimir era quién pensaba como el obispo y quién no, para pasar por las armas a estos últimos. Como no había tiempo para hacer distinciones entre tantos matices, dicen que el Papa Inocencio III decidió resolver la duda existencial mediante una bárbara orden: «Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos». En informe posterior al Padre Santo, el arzobispo afirmaba: «Hoy, su santidad, veinte mil ciudadanos fueron pasados a espada sin importar sexo, ni edad». Dicen que en la iglesia de Santa María Magdalena los cruzados mataron a siete mil personas. A continuación el religioso español Domingo de Guzmán, otro santo piadoso, decidió hacer confesar la práctica de la sodomía a los que aún quedaban vivos: se les ataban las manos a la espalda, se les abrían las piernas y eran descendidos hasta un asta de hierro candente que se les introducía por donde ustedes imaginan, de modo que así lo confesaban todo.

No sé si eso sucedió exactamente de este modo, hay versiones distintas pero todas coinciden en lo esencial. Y lo esencial es, en este caso, que hay personas dispuestas a matar al quien piensa de otro modo. La justificación se hace en nombre de Dios, del Evangelio, de Alá, del profeta o de cualquier otra divinidad que se tercie y que se nos ocurra inventar con nuestra caliente imaginación. Lo que ha sucedido en París, aunque nos llene de horror, no es nuevo, y no hace sino seguir la estela de nuestra propia historia. Nos hemos dedicado a matarnos entre nosotros. Aunque quizás haya que matizar: es en la guerra cuando nos matamos unos a otros. En tiempos de paz unos matan y otros son asesinados. Sabemos algo de eso en el País Vasco también.

Aunque parezca asombroso, parece que encontramos una enorme satisfacción en quitar la vida a nuestros semejantes. Lo hacemos cuando observamos que hay quien no respeta símbolos que nosotros mismos hemos creado y santificado, y porque pensamos que haciéndolo acabaremos todos en ese cielo que también hemos tenido la fortuna de inventar y santificar. En algunas partes del planeta, la evolución de las sociedades ha ido colocando a la persona y la defensa de la vida de los seres humanos entre los valores supremos de la convivencia. Bien es verdad que aquellos países que aún mantienen la pena de muerte parecen haber encontrado en ocasiones, y de forma más que absurda, valores aún más importantes. Pero haber llegado a ser conscientes de la importancia del derecho a la vida es, sin duda, uno de los mayores logros de la humanidad.

Algunos islamistas cortan el cuello a todo occidental que caiga en sus garras. Otros asaltan poblaciones enteras en África y matan a sangre fría a sus habitantes. Hay quienes ponen bombas, dirigen aviones contra rascacielos o entran en la redacción de un periódico y disparan contra los periodistas. No es nuevo. Lo que es nuevo es la rapidez y el detalle con los que esa información llega a nuestras manos, a través de imágenes terribles. Parece que un asesinato en el desierto ha sucedido al lado del bar de las esquina. Tenemos la impresión de que los disparos no han sonado en París sino al lado de nuestra casa. Y esa forma distinta de vivir de forma más cercana lo que siempre ha sucedido en la lejanía es lo que añade un plus de inseguridad en una sociedad cuyos habitantes viven, incluso en la crisis, con un grado de autosatisfacción elevado. Pero cuando la falta de escrúpulos, creencias absurdas, la posesión de la verdad absoluta que nadie puede poner en cuestión, adoraciones varias y una profunda ignorancia de nuestra propia historia se dan la mano, el cóctel generado puede ser devastador. Al final, una caricatura, un dibujo, una imagen, una escultura, una piedra o cualquier otra cosa que se nos ocurra, que no son sino elementos culturales que nosotros mismos hemos ido creando, acaban adquiriendo más importancia que la propia vida, lo único que escapa, por ahora al menos, de nuestra creación.

Esta vez les ha tocado a varios periodistas y policías franceses, en el centro de París. Han muerto asesinados defendiendo la libertad, la libertad de todos nosotros. Defendiendo lo más hermoso que tenemos. La imagen es de doble filo: el hecho de que ahora podamos disponer de una información detallada de la salvajada a los pocos minutos es lo que también asegurará el fracaso a medio plazo de una creencia, si es que se la puede calificar como tal, que solo tiene un mensaje conciso y simple: queremos vuestra muerte. En esa concisión está también el germen de su desaparición.