¿Quién teme al futuro?

ABC 07/09/14
ANTONIO GARRIGUES WALKER

· «No puede haber consulta en estos momentos pero tendremos todos que aceptar que el nacionalismo catalán, un nacionalismo con raíces fuertes, va a mantener siempre como referencia política básica la capacidad de decidir sobre su propio destino y que seguirá luchando sin pausa para ejercitar esa capacidad con los medios que estime más útiles y más eficaces. Pero no puede haber consulta violando la decisión del Tribunal Constitucional»

¡CUÁNTO tacto político y sociológico, cuánta prudencia y cuidado, cuánto sentido común, cuánto realismo pragmático, cuánta educación y elegancia verbal, cuánta imaginación y actitud creativa, cuánta grandeza va a necesitar la España actual para afrontar dignamente este momento histórico en el que parece difícil encontrar motivos válidos para el optimismo!

Aunque hemos tenido otras ciertamente peores, no estamos viviendo una época especialmente favorable para la humanidad. El yihadismo y su potencial terrorista, la situación dramática en Siria, en Irak y en otros muchos países ahora olvidados, el conflicto de Ucrania y la misma reaparición del ébola, son algunos de los problemas que están dibujando un marco político inquietante, agravado por la crisis del mundo financiero anglosajón, aún no superada, que sigue dañando profundamente todo el sistema económico, un sistema en el que los países emergentes no acaban de emerger y los desarrollados no crecen. Todo ello hace que se pongan en cuestión una serie de valores y comportamientos ya obsoletos y se generen reacciones imprevistas e imprevisibles, cuyo impacto sociológico y político puede ser –va a ser– mucho más profundo de lo que imaginamos. En estos momentos, como pedía Foucault, «antes de ponernos a pensar habrá que pensar si podemos pensar de forma distinta a como pensamos». No va a ser cosa fácil pero sí un ejercicio de gran interés y de gran gozo intelectual. Va a ser un cambio de época fascinante en la que nuestro país deberá definir sus aspiraciones.

España tiene dos problemas básicos fuertemente interrelacionados: la inaceptable y creciente desigualdad social –la mayor de Europa y una de las mayores del mundo rico– y una aceleración de la crisis del estamento político, que, además de seguir perdiendo credibilidad, está alcanzando niveles de desconcierto y confusión hasta ahora desconocidos. La decadencia irreversible de los dos grandes partidos, la incapacidad de los partidos menores para entenderse y fortalecerse y, sobre todo, la sorprendente pero absolutamente lógica irrupción de Podemos, han generado temores e incertidumbres en todo el estamento político que pueden alcanzar muy pronto el nivel de pánico incontrolable. El miedo a perder el poder va a provocar actitudes, acciones y reacciones verdaderamente sorprendentes. Veremos espectáculos que nos recordarán el caso de aquella persona a quien el miedo a la muerte le condujo al suicidio. Los debates sobre el cambio de la ley electoral, la regeneración democrática y el modelo territorial son ejemplos majestuosos de la incapacidad para el diálogo y el consenso incluso cuando el interés nacional lo exige y la ciudadanía lo reclama a gritos.

Pero no hay que inquietarse. Hemos demostrado hasta la saciedad que somos un pueblo con inmensas dosis de seriedad, de resiliencia y de solidaridad. Poco a poco –el proceso ya está en marcha– la sociedad civil impondrá sus propias reglas del juego. Ya ha dado un golpe sobre la mesa en las últimas elecciones europeas y no va a estar dispuesta a que dominen el escenario los más irresponsables y los más cínicos, poniendo en peligro de golpe todas las conquistas sociales y democráticas. No estamos locos de remate.

Todos nuestros problemas, incluido el problema básico de la desigualdad social, tienen tratamiento y solución. El paro, la corrupción, la inmigración irregular, el bajo nivel educativo, el modelo territorial, el endeudamiento excesivo, y otros, pueden mejorar y de hecho varios de ellos ya están mejorando. Comparándonos con los demás países europeos –un ejercicio que merece la pena hacer– nuestra situación no es ciertamente la peor. Países como Francia, Italia y Holanda –especialmente Francia– van a convertirse en una grave rémora para el desarrollo europeo. No tenemos que creérnoslo pero estamos de hecho entre los mejores de la clase, en la lucha por las medallas y, sobre todo, en condiciones óptimas para dar un salto cualitativo. Bastaría para conseguirlo con que el estamento político hiciera un mínimo esfuerzo para reducir el grado de absoluta radicalización política.

En esa injustificable radicalización está envuelto el proceso soberanista catalán que va a ser la primera e importante ocasión de demostrar, «urbi et orbi», nuestra madurez política y democrática. La «intensidad» de la Diada, la convocatoria formal de la consulta, la previsible decisión contraria a la consulta del Tribunal Constitucional, el impacto del referéndum escocés, la evolución del caso Pujol que puede enmarañarse hasta límites inimaginables y otros acontecimientos que puedan surgir, van a convertir este mes de septiembre en un tiempo muy propicio para vivir y superar situaciones complejas y potencialmente peligrosas. Las superaremos.

La idea de un enfrentamiento total, rompiendo todas las reglas del juego, no se puede asumir ni aceptar en forma alguna. Hay que dar por seguro que encontraremos una salida razonable dentro del esquema siguiente:

No puede haber consulta en estos momentos pero tendremos todos que aceptar, sin reservas, que el nacionalismo catalán, un nacionalismo con raíces fuertes, va a mantener siempre como referencia política básica la capacidad de decidir sobre su propio destino y que seguirá luchando sin pausa para ejercitar esa capacidad con los medios que estime más útiles y más eficaces. Pero no puede haber consulta violando la decisión del Tribunal Constitucional. CiU que vive un proceso interno inquietante y sobre todo ERC que tiene más tiempo y se siente cerca de alcanzar el poder, acabarán reconociendo que sacar a la calle las urnas pase lo que pase, y caiga quien caiga, sería, además de un error histórico gravísimo que acabarían pagando políticamente, una auténtica «chapuza», porque el resultado de una votación en estas condiciones, por más observadores internacionales que traigan, carecería de toda significación política y de toda validez sociológica, y generaría un daño profundo y duradero a la convivencia civilizada que es el mayor y el mejor activo de la admirable ciudadanía catalana.

No habrá consulta el 9 de noviembre y es posible pero no seguro –porque no está nada claro a quién convendría y a quién no– que se intente sustituir la consulta con unas elecciones anticipadas. Se convoquen o no elecciones tendrá que abrirse desde ahora mismo un periodo de búsqueda activa y comprometida de alternativas al modelo vigente, con o sin reforma constitucional, en las que se reconozca de antemano la singularidad catalana, la posibilidad de crecimientos asimétricos entre las autonomías, y la conveniencia de adoptar acuerdos (conciertos fiscales y otros) que profundicen y garanticen tanto el autogobierno como la solidaridad.

Por ahí deben ir y van a ir nuestros pasos. Podemos mirar al futuro con tranquilidad.