Rabieta palabrera

LIBERTAD DIGITAL 27/08/16
JESÚS LAÍNZ

Hoy el telediario me ha irritado la vena juntalétrica. Pues, por mucho que me esfuerce en poner cara de tonto y mantenerme flotando en el nirvana, no consigo evitar alterarme con la influencia desmesurada que puede llegar a tener la ignorancia periodística en estos tiempos de panem et televidentes. Porque, salvo error gordo por mi parte, hay bastantes disparates lingüísticos cuyo origen televisivo parece claro aunque después los siembren por doquier nuestros políticos, analfabetos funcionales un buen porcentaje de ellos, sin distinción de agencias de colocación, perdón, de partidos.

Uno de los más evidentes es el de la alocada universalización del término puntual, que se oye (para ser exactos, se escucha, pues el verbo oír, por pecar de breve, ha desaparecido, aunque se pueda oír sin escuchar y escuchar sin oír) por la caja idiota mil veces al día, venga o no al caso. Yo, que soy un antiguo, suelo acudir más al DRAE que al Google para buscar referencias serias, y por eso suelo insistir, a quienes todavía les quedan ganas de escucharme, que puntual es lo que llega a la hora pactada o prevista. Y cuatro de las cinco acepciones del señor DRAE van por ese camino. Pero, ¡ay!, la cuarta dice «perteneciente o relativo al punto» y por esa estrecha grieta se han colado, por analogía traída por los pelos, mil expresiones que, por vagancia, empobrecen no poco nuestra lengua. Y yo acuso, como Zola, a los voceros de la meteorología (o como se anuncia ahora, la meteo, a la francesa) de culpables de este desaguisado: porque ya no se prevén lluvias aisladas, sino puntuales; los chubascos, cuando no son intensos y generalizados, ya no son dispersos, sino puntuales; y las lloviznas han dejado de ser esporádicas: todas son puntuales. Por no hablar de los rayos, cuya posible caída se explica diciendo de ellos que podrán ser puntuales. ¡Menudos rayos de pacotilla ésos que cumplen horarios! Y claro, desde los dominios de la meteorología la cosa ha saltado bastante más allá, y así nos encontramos con que los casos ya no son concretos, ni las circunstancias especiales, ni las ocasiones señaladas. No, todas ellas se han vuelto puntuales.

Otra letanía que nos ha llegado por vía isobárica es la de «de cara a». Ahora todo es «de cara a». Por ejemplo, en vez de decir simplemente que el jueves mejorará el tiempo, se nos infla innecesariamente la frase prologándola con un «de cara al jueves»… En vez de decir que para la semana que viene se prevé tal cosa, se nos dice que «de cara a la semana que viene»… En vez de pasar a la explicación de lo que caerá de las nubes allende nuestras fronteras, se dice que «de cara al tiempo (perdón, la climatología) que hará en el resto de Europa»… Y como los bustos parlantes de la información política han tomado buena nota de esta cosa de la cara, desde la meteo se ha contagiado a los demás ámbitos de la vida humana: ya nada es «por lo que se refiere a» o «en cuanto a» o «en relación con», no, no; todo es «de cara a».

Otra palabra que ya me está generando cierta hinchazón, aunque en este caso no oso dirigir mi dedo acusador hacia los meteorólogos, sino probablemente hacia los economistas, es generar, y todas sus variantes, que han conseguido desterrar todos sus posibles sinónimos, esos hermanos lingüísticos que dan variedad, matices, detalles, riqueza, belleza, exactitud, ironía e inteligencia a una lengua. Empezando, para que no se diga, por el tiempo (perdón de nuevo: por la climatología), las borrascas ya no se forman en el Atlántico ni los tornados se desarrollan en el Medio Oeste: unas y otros se generan. Las inundaciones ya no son consecuencia de las lluvias torrenciales: ahora son las lluvias torrenciales las que generan inundaciones, y las inundaciones generan daños, y los daños generan damnificados… Todo se genera. Pues, abandonando los asuntos climatológicos, resulta que ya no se provocan reacciones ni se tienen ideas ni se obtienen beneficios ni se sufren pérdidas ni se efectúan pagos ni se crea polémica ni se proponen debates ni se elaboran proyectos ni se tienen iniciativas ni se redactan leyes ni se gestan problemas ni se producen consecuencias ni se causan daños ni se crean empresas ni se ponen huevos, sino que todas esas cosas se generan. ¡Y muchas más! Por ejemplo, las revoluciones y desórdenes ya ni se prenden ni se avivan ni se agitan, sino que se generan, al igual que se generan puestos de trabajo, ésos que antes se creaban, y se generan plazas de aparcamiento o urbanizaciones, esas cosas que antes se construían, y se genera energía, eso que antes se producía. Una de las últimas adquisiciones ha sido la de eliminar el verbo dar para las conductas que, al parecer, ahora generan vergüenza ajena y para las cosas que generan dolor de cabeza. Pero lo que me ha generado un hartazgo difícil de soportar es que ya no hay víctimas provocadas por la actividad terrorista, sino generadas, que suena como más impersonal y parece que ayuda a diluir responsabilidades. Además, el dolor infligido por los terroristas ha pasado a ser generado, al igual que las víctimas, que ya no han sido asesinadas, sino generadas por ETA.

Lo mismo sucede con el verbo desconocer, más elegante, supongo, que ignorar, que peca, el pobre, de ser más corto. La ignorancia ha desaparecido: ahora, a lo sumo, se puede llegar a admitir el desconocimiento, que da la sensación de ser más leve. Ya nadie ignora nada, sino que lo desconoce. Ya no se ignora el paradero de una persona, el origen de un rumor, las intenciones de un político o la respuesta a una pregunta. Ahora todo ello se desconoce. Reto aquí a los lectores desconocedores a que lo comprueben: cojan un periódico, el que quieran, y señalen (perdón, señalicen, que tiene más fuste, como las sofisticadas analíticas frente a los vulgares análisis y las punteras implantologías frente a los retrógados implantes) las apariciones de los verbos generar y desconocer. No habrá un solo día en el que no caiga un buen puñado. Y después ármense de paciencia para encontrar los sinónimos condenados, empezando por el infame ignorar.

Por no mencionar la prepotente preposición desde, que en los últimos años ha asesinado a varias de sus hermanas, sobre todo al pobre con, que no tenía culpa de nada. Ya nada se dice o hace con respeto, sino desde el respeto, ni con conocimiento, sino desde el conocimiento, ni con imparcialidad, sino desde la imparcialidad, ni con claridad, sino desde la claridad, ni con buena intención, sino desde la buena intención, ni con rigor, sino desde el rigor. Desde la absoluta sinceridad: he empezado a odiar la palabra desde. ¡Y eso que es inmejorable para mecanografiarla!

Hablando de preposiciones, otra que está de capa caída es la pobrecita sin, al parecer rea de anticuada o de vulgar. Porque ahora todos los productos que aspiren a tener éxito debido a carecer de algún componente pernicioso han de estar libres de él: embutidos libres de grasa, edulcorantes libres de azúcar, champús libres de no sé qué, detergentes libres de no sé cual… Con lo fácil que era decir que eran sin… Pero no cabe duda de que ahora, si en vez de sin algo es libre de, mejora en calidad.

Otra que ha corrido igual suerte es la honestidad. Como esa antipática señora aparece por doquier, han conseguido que la deteste hasta el punto de presumir de deshonesto, sobre todo porque ha asesinado a la la pobrecilla honradez. ¡Qué tiempos aquéllos en los que los aprendices de picapleitos estudiábamos los delitos contra la honestidad, sustituidos en 1989 por los delitos contra la libertad sexual, que son mucho más progresistas! ¡Qué tiempos aquéllos en los que todos sabíamos que mientras que las cosas de la honradez eran las relativas a la probidad, las de la honestidad eran las que tenían que ver con la bragueta! Hoy todos los hombres públicos (y las mujeres públicas, con perdón) reclaman ser honestos, hablan desde la honestidad, exigen honestidad a los demás y sitúan a la honestidad en la cúspide de las virtudes políticas. ¡Como si a los ciudadanos les importase un bledo lo que los políticos hagan con su entrepierna! Y, curiosamente, de la honradez ya no se acuerda nadie. Confiéselo, honesto lector: ¿hace cuánto que no oye (perdón, que no escucha) a alguno de nuestros hombres públicos emplear la palabra honradez? No puede haber síntoma más evidente de que ya nadie concede importancia a ser honrado.

Junto a la honestidad, otra palabra que se ha puesto de moda (que se ha vuelto viral, dirían los ciberconectados) es sostenibilidad. Inclinemos respetuosos la cerviz ante la nueva deidad sostenibilidad. Porque hoy todo ha de ser sostenible: ciudades sostenibles, energías sostenibles, empresas sostenibles, edificios sostenibles (¡mala cosa si no se sostuvieran!), tráfico sostenible, hospitales sostenibles, menús sostenibles, turismo sostenible, vuelos sostenibles (¡Dios mío! ¿No lo son todos?)… El último hallazgo, por el momento, ha sido una ensalada ¡de ventresca sostenible!, es de suponer que en un restaurante sostenible de precios insostenibles.

Capítulo aparte merecen los préstamos de otras lenguas. Evidentemente, todas ellas llevan milenios exportando e importando palabras. Si no fuese así, ninguna habría sobrevivido como instrumento eficaz de comunicación. Pero los problemas llegan cuando los préstamos son innecesarios por haber palabras de sobra en la lengua receptora, pues el resultado habitual suele ser el paulatino olvido de éstas y el subsiguiente empobrecimiento. Una de las más exitosas de los últimos años ha sido el anglicismo implementar. Todos los días los políticos hablan de implementar tal o cual medida. Debe de ser que en español les faltan las palabras: desarrollar, aplicar, practicar, concretar, materializar, plasmar o implantar (quizá sea esta última la palabra excesivamente vulgar, por española, que ha servido a los pedantes para hacerla más respetable añadiéndole una sílaba mediante su anglosajonización). Pero todos prefieren decir «implementar», anglicismo absolutamente innecesario, evidentemente empobrecedor, supremamente cursi y, ¡ay!, aprobado hace ya bastantes años por la RAE. Aunque a algunos recalcitrantes, ante su pronunciación, nos siga temblando el párpado como al incomprendido y nunca suficientemente ponderado inspector jefe Dreyfus.

También está testar, eso que siempre significó hacer testamento. Pero ahora la televisión nos atiborra de productos dermatológicamente testados, mientras que otros, más castizamente humildes, sólo siguen siendo, gracias a Dios, probados o comprobados. Honestamente: en mi familia nadie compra productos dermatológicamente incluidos en testamento. Aparte de una anglocursilería insoportable, seguro que generan problemas puntuales y hay que acabar implementando analíticas.

De la otra orilla del Canal de la Mancha nos ha llegado poner en valor, cargante galicismo que ha venido a enterrar una buena cantidad de verbos como promover, fomentar, impulsar, favorecer, potenciar, apoyar, estimar, recuperar, restaurar y, sobre todo, el sencillísimo valorar.

Y, saltando los Alpes, ¿qué decir del sorpasso, ese repentino italianismo, que tan de moda se puso cuando tocó llenar páginas y más páginas con inútiles especulaciones sobre la posibilidad de que Podemos adelantara, superara, aventajara, excediera, venciera, ganara, es decir, sobrepasara al PSOE? Como no había palabras en la lengua de Cervantes, hubo que echar mano de la de Dante.

Clásico es el problema de los falsos amigos, esas palabras en otras lenguas que, por su semejanza con palabras de la nuestra, acaban creando confusión a quienes no conocen bien su significado y poniendo en ridículo a los malos traductores. En nuestro país han comenzado a abundar desde que a los españoles, tradicionalmente reacios a aprender otras lenguas, les ha dado por aprender –mal– inglés. Especialmente a los aspirantes a directivos de empresas y otras actividades relacionadas con la economía. Son los más peligrosos, pues a su ignorancia añaden su vanidad. Quizá la medalla de oro de esta resbaladiza disciplina de los falsos amigos la merezca uno de estos dos: plausible y evento. En cuanto al primero, este escribidor se ve obligado a confesar que, dado su masivo uso equivocado, se ha conseguido que jamás lo vuelva a emplear –en su sentido correcto, evidentemente–, pues nadie lo comprendería. Bien claro lo dejó el DRAE (al menos hasta hace unos pocos años, pues de lo que haya decidido la Academia recientemente es preferible mantenerse en la ignorancia, perdón en el desconocimiento): plausible siempre ha significado digno de aplauso. Igual que todos sus derivados: plausiblemente (con aplauso), plausivo (que aplaude). Y, en su segunda acepción, atendible, admisible, recomendable. Pero hoy todos los pedantes lo emplean como afectado sinónimo de probable, de posible. Se trata, evidentemente, de un falso amigo traído por error del inglés, lengua en la que, efectivamente, significa probable. No hay escapatoria: si se quiere decir que una iniciativa es digna de aplauso, ya nunca se podrá usar la palabra plausible. Ha sido anulada, desterrada, extirpada, y con ello la lengua española se ha empobrecido un poco más. No queda más remedio que emplear tres palabras, digna de aplauso. De lo contrario, todo el mundo interpretará que lo que se quiere decir es que se trata de una iniciativa probable.

Por lo que se refiere al evento, su mal uso universal, que tan de moda se ha puesto en los últimos años, ha conseguido que hoy signifique lo contrario de lo que ha significado durante siglos. Pues evento siempre ha significado acaecimiento, hecho imprevisto, accidental, que puede suceder o no, circunstancia de realización incierta o conjetural. Pero hoy se ha conseguido que signifique lo contrario: hecho cierto, previsto, exacto, programado, anunciado. Y por eso han desaparecido los actos, las ceremonias, las celebraciones, las fiestas, las conmemoraciones, las reuniones, los conciertos, los encuentros, incluso las cenas y las comidas. Ahora todos ellos han quedado englobados en la categoría de eventos, que son mucho más elegantes.

¡Y luego está, por supuesto, el sesquipedalismo, pedantísima peste literaria que nos acribilla cada día con molestos archisílabos y que tantos años lleva fustigando el incansable Amando de Miguel!

Hace ya algún tiempo una ejecutiva agresiva preguntome sobre la metodología que yo utilizaba para resolver una problemática.

–¿Se refiere a mi modo de resolver este problema?

Todavía recuerdo sus ojos como platos intentando descifrar mi respuesta, al igual que recuerdo la sensación casi erótica que me invadió cuando, hinchada de orgullo, me enseñó su flamante ordenador con pantalla capacitiva multitáctil.

Uno de los archisílabos más arraigados, además de las ya mencionadas analíticas e implantologías, es ese influenciar que parece haber desterrado para siempre al humilde influir. Aunque tampoco son despreciables las potencialidades y funcionalidades que han acabado con potencias y funciones, las tipologías y temáticas que han condenado al ostracismo a tipos y temas, o las señalizaciones y significaciones que han hecho lo propio con señales y significados. Y mejor no dedicar demasiado tiempo a analizar los escenarios probabilísticos, antes previsiones. Uno de los detonantes (hablando de detonar, ¡curiosas las bombas modernas, caracterizadas por explosionar, antes explotar!) de estas líneas fue el doble sobresalto que sufrí hace unas semanas al encontrarme en un periódico un plan de empleabilidad, antes empleo, y al oír en la televisión que la captura de no sé qué violador había sido recibida con satisfacción por la victimología, antes las víctimas. Ello me recordó que hacía poco había visto en un garaje un cartel prohibiendo la peatonalidad en las rampas, que un cocinero televisivo habló de un plato como de la especificidad (antaño especialidad) de no sé qué restaurante y que últimamente están de moda (perdón, son trending topic) los inversionistas y los empresistas (o emprendedores), sin duda mucho más in que los vetustos inversores y empresarios. En cuanto a los amigos meteorólogos con los que comenzaban estos párrafos, uno de ellos, sin temblarle el pulso, soltó lo siguiente, comenzando con un infinitivo, a lo Tarzán, como mandan los cánones: «Recordar, ya que este fin de semana la climatología se presentará adversa, la precipitación en forma de nieve será abundante y la visibilidad problemática, no practicar su actividad deportiva más allá de los dominios esquiables». Es decir: que recuerden, ya que este fin de semana hará mal tiempo, nevará mucho y se verá mal, que no deben salir de las pistas.

Por cierto, por si no se ha dado usted cuenta, bondadoso lector, hay que desconfiar del político que hable con muchos archisílabos. Cuando no se nombra la realidad se miente. No falla: antes o después se evidenciará que se trata de un timador (dicho sea de paso, acabo de cazar a uno de ellos, de cuyo nombre no quiero acordarme, conjugando el esplendoroso verbo interlocutar). Y si quien lo hace es un escritor, es porque no tiene nada serio que contar y por eso llena su vacío con un montón de sílabas superfluas.

¡Y qué me dicen del imperioso latiguillo «sí o sí» que, inimaginable hasta hace muy poco, hoy se oye (perdón, se escucha) mil veces al día? Hay que hacer esto sí o sí, tenemos que ir a tal sitio sí o sí… ¿De dónde le habrá caído semejante gilipollez a la sufrida lengua de Cervantes? Honestamente, yo no podría mantener una relación estable de amistad, ni siquiera una conversación civilizada, con alguien que diga «sí o sí».

Pero como se me está generando dolor de cabeza casi hasta el punto de hacérmela explosionar, para evitar esa problemática, y desde la mayor de las tolerancias y las transversalidades, ya acabo, termino, concluyo, clausuro, cierro, zanjo, remato, completo, agoto, ultimo, consumo, corono, finiquito, liquido, pliego y chapo, cualquier cosa antes que finalizar. Porque otra palabra que también acabaré odiando es este antaño inocente polisílabo que ha generado la eliminación de todos los demás términos que podrían usarse puntualmente de cara a no repetirse como el ajo. Porque ya ni los espectáculos concluyen, ni los partidos de fútbol terminan, ni los plazos vencen, ni los contratos se extinguen. Todas esas cosas finalizan. Igual que finalizan los noviazgos, pues los novios modernos ya no rompen. Y el pobre verbo acabar, tan humilde él, ha sido condenado al ostracismo hasta el punto de que hace unos días oí (perdón, escuché) a un locutor decir que zutano de tal finaliza de llegar al juzgado.

¡Para finalizar con la paciencia de Job!

Pongamos, pues, el punto final a todo esto, aunque ahora quede mucho más finolis ese horripilante punto y final (¿quién se sacaría de la manga esa bendita y?) para cuyos practicantes reclamo desde aquí la puesta en valor de la pena de galeras.

Así que honestamente, desde la mayor de las humildades y de cara a evitar que la problemática que se me genera pueda finalizar implementándome puntualmente un evento cardiaco plausiblemente desagradable o algo insostenible testable en analítica, el que finaliza aquí, sí o sí, soy yo. Punto y final.