Religión de un dios miserable

HERMANN TERTSCH, ABC – 23/09/14

Hermann Tertsch
Hermann Tertsch

· Una vez más se demuestra que todos los cantos al apaciguamiento y al entendimiento con los nacionalistas son inútiles e insensatos.

Ya lo dijo Joseph Roth hace casi cien años, cuando escribió uno de los más bellos cantos a un Imperio austro-húngaro que ya había dejado de existir. En «La marcha de Radeztky», surge una y otra vez el poder fatal y la sórdida maldad de los fantasmas de las identidades y los odios entre naciones, esa maldición del tiempo moderno que culminó en aquella guerra de 1914 a 1918 que destruyó el mundo de los Von Trotta y del propio escritor austriaco.

«El nacionalismo es la religión de nuestro tiempo». Roth como Stefan Zweig y Robert Musil y Friedrich Torberg y tantos otros escritores de la vieja Austria-Hungría vieron nacer esa brutal religión de la nación, que produce tantos fanáticos como el dios más implacable y sangriento. Es la religión del dios miserable de los bajos instintos de las masas enloquecidas en su soberbia y desprecio al otro. Durante 40 años destruyó sin cesar Europa, anegó el continente en sangre y lo cubrió de cadáveres, primero de soldados, después de civiles y víctimas elegidas por naciones y razas, hasta construir fábricas para matar a los de otras naciones.

Después de 1945 su desprestigio era total. Nunca más nazismo. Nunca más nacionalismo. Y los Gasperi, Monnet, Schumann, Adenauer y tantos otros concibieron el proyecto europeo para enterrar para siempre esa peste del nacionalismo. Que había enfrentado a los pueblos unos con otros, generado caudillos monstruosos, provocado tragedias sin fin, cometido genocidios. El romanticismo, del que había surgido la idea nacional allá en épocas posnapoleónicas y a lo largo del siglo XIX, había degenerado invariablemente en proyecto fanático que entierra al hombre, a la libertad y toda capacidad de compasión y empatía.

Algo más de medio siglo después, una grave crisis en Europa abre grandes grietas en los suelos del edificio común por las que resurgen los fantasmas de aquella religión fanática que, ya sabía Von Trotta en el «Radeztkymarsch», siembra odio y división primero y después terror y muerte. Es el nacionalismo. En España se ha cultivado insensatamente desde la transición. No se combatió. Solo se luchó contra el fenómeno más superficial y sangriento que fue ETA, pero no contra las mezquinas ideas que se promovían e inculcaban a los niños de los colegios en regiones españolas. Cuya cosecha es el odio ahora en las calles contra su propia patria. Pero no es solo aquí. Como un virus ébola de la mente, se extiende por la geografía europea.

Ahora en Escocia se da otra vez la prueba de que, agitado, no hay nacionalismo democrático porque eleva a su dios nacional por encima de la ley. Alex Salmond parece haber entrado como Artur Mas u Oriol Junqueras en Cataluña, en la fase de delirio en la que ya no se reconoce la legalidad. Un insólito encanallamiento le ha llevado a amenazar con un segundo referéndum días después de haberlo perdido o incluso una declaración unilateral de independencia. Escocia está ya partida en dos. Y la radicalización del nacionalismo ha producido la primera violencia.

Una vez más se demuestra que todos los cantos al apaciguamiento y al entendimiento con los nacionalistas son inútiles e insensatos. Los estados modernos y la UE han de dar la batalla a los nacionalismos, con fascismo y comunismo, el máximo enemigo de la idea europea. Y han de ganarla si Europa no quiere sumirse otra vez en la división, el totalitarismo, la parálisis y la marginalidad. Europa debe enviar a esta religión del odio definitivamente al basurero de la historia. Será una batalla difícil, dura y larga, pero no hay otro camino a medio plazo para la libertad y la convivencia.

HERMANN TERTSCH, ABC – 23/09/14