JORGE BUSTOS-EL MUNDO

Para saber quién ha ganado un debate uno no debe pensar jamás en lo que sentenciaría un periodista y menos un tuitero. Uno debe pensar en un ciudadano que no lee periódicos ni está en las redes sociales y alimenta su espíritu con dudas y televisión. A él se dirige este debate y solo por él cobra sentido un espectáculo tan alejado de Sócrates y tan cercano a Supervivientes. Ese ciudadano ahorra mucho en categorías politológicas y decide el voto por sensaciones estrictamente televisivas.

Esas sensaciones le dijeron ayer cosas distintas sobre los candidatos de las que venían contando los medios. No porque los medios mientan, sino porque los candidatos mutaron para hablarle estrictamente al dudoso que se sentaba delante de la pantalla. Así, Sánchez se olvidó por unos minutos de Sánchez y se puso a vender dureza en Cataluña con materiales saqueados del programa de Cs y del PP. Casado aparcó el neomarianismo y adoptó el tono más belicoso de sus tiempos lampiños para cortar la progresión demoscópica de Vox. Rivera se alejó del Rivera de abril, que principalmente pegaba a la izquierda, para golpear también a la derecha a cuenta de la corrupción y asentar perfil de centro. Iglesias se distanció del papel de monaguillo del PSOE para erigirse en su confesor, esforzándose sin éxito por extraer de Sánchez el pecado de la gran coalición. Pero la gran transformación la protagonizó Abascal, que dijo las mismas cosas imposibles sobre las autonomías e inmorales sobre los inmigrantes pero sin corbata y con aplomo de padre de la Constitución, solo que de una Constitución que no tiene nada que ver con la nuestra. Nos había prometido un tigre pero acabó criticando los subfusiles y pidiendo exhumaciones dignas para los represaliados de la guerra: como viaje televisivo al centro no está mal.

Certezas no nos llevamos ninguna, porque no somos el público ideal del espectáculo. Diría que Sánchez no sacó un voto de la izquierda pero tampoco del centro porque no descarta un Frankenstein II: Sedición Edition. Diría que Abascal debutó con provecho pero que la derecha exige algo más que una bandera para decantar su voto, básicamente un programa económico. Diría que Casado no brilló, pero se beneficia de representar una sigla refugio en tiempo de zozobra. Diría que Rivera luchó por el centro, y el domingo sabremos si el centro en España es concebible. Y diría que Iglesias está llamado a darnos lecciones de pureza moral desde una oposición ceñuda pero suficiente para pagar el chalet.

Pero si el debate resultó decepcionante es solo porque el espectador sigue esperando de la política del siglo XXI lo que solo podía darle la política de la segunda mitad del XX. Se dice que los ciudadanos llegan a estas elecciones más frustrados que nunca, pero ignora que su frustración está en pañales. Tiene un enorme recorrido por delante para crecer hasta reventar. El votante del PSOE aún puede ver a su partido abocado a depender de Iglesias y Rufián, cuando no de Casado. El votante del PP aún puede ver a Casado rindiéndose a la presión para hacer presidente a Sánchez. El de Ciudadanos ha experimentado la frustración antes de votar, porque unos no perdonan a Rivera que mantuviera el veto prometido y otros que lo retirara cuando los socios preferentes riñeron: se le ataca por estatua y por veleta, en realidad por existir, porque el centro es lo primero que estorba en una pelea. En cuanto al votante de Podemos o de Vox, cómodo cada cual en su polo, le importa muy poco que haya Gobierno o terceras elecciones porque él va a las urnas a enseñar la herida por la que sangra su anhelo de reconocimiento, no a desbloquear un país.

He aquí el escenario de ruido y furia al que nos ha conducido aquella moción de censura. Año y medio después el separatismo ya asume como útil la violencia, el jefe del Estado ha dejado de serlo en Cataluña, el adversario es degradado a fascista, los pactos se interpretan como rendiciones, la inhumanidad pasa por valentía, la economía se deteriora, la Constitución se burla y los ciudadanos se polarizan en busca de certezas. Enhorabuena a todos los idiotas y a cada uno según su grado.