Ternera, la vida entera

Urrutikoetxea lleva 38 años militando en ETA. La mayor parte de ellos en la cúpula de la banda. Florencio Domínguez supo darse cuenta de que la biografía de este sujeto era una impagable pauta para contar la historia de ETA. Zapatero hizo una pregunta necesaria: «Este Otegi y Ternera, ¿cómo son?». Pero en lugar de hacérsela a Florencio, se la formuló -¡Dios mío!- a Ibarretxe.

[El texto que sigue es la introducción realizada por Santiago Gónzález durante la presentación en Bilbao del libro de Florencio Domínguez ‘Josu Ternera. Una vida en ETA’, acto patrocinado por la Fundación para la Libertad.]

Debo confesar en primer lugar que he intentado con tanta tenacidad como poca fortuna tratar de convencer a mi amigo Florencio para que cambiase el título de su libro por algo más eufónico, algo así como “Josu Ternera, una vida entera”.

No ha podido ser. El, como siempre, ha optado por la claridad expositiva, por los hechos, en definitiva, por el periodismo. Eso que gana el libro como ensayo y lo pierde como hecho literario. O quizá cinematográfico. Debo reconocer también que a mí, estos nombres de guerra siempre me llevan a juegos de palabras sumamente estimulantes.

Yo no sé si recuerdan ustedes “Reservoir Dogs” o “Perros encerrados”, la ópera prima de Quentin Tarantino. La película arrancaba con una reunión de tipos que se están constituyendo en banda de atracadores en torno a una mesa de una cafetería. Todos van vestidos de negro y se llaman a sí mismos con sobrenombres que han escogido del espectro cromático. Hay un señor Azul, un señor Negro, un señor Verde y así. Hasta que le toca a quien va a ser “el señor Rosa”.

“Yo no quiero ser el señor Rosa”, protestaba el hombre, muy puesto en razón, mientras alegaba que aún quedaban colores más apropiados para un gangster.

Hay que tener en cuenta en su descargo que entonces, va a hacer quince años, las cosas en Estados Unidos no eran como ahora en España, donde hoy mismo conmemoramos el día del orgullo gay y no diré más.

Tengo para mí, aunque no lo he leído en ninguna parte, que Tarantino es deudo de una magnífica novela de Gilbert Keith Chesterton, “El hombre que fue Jueves”. Trata en ella de la historia de un policía que se infiltra en una organización anarquista que practica el terrorismo a finales del siglo XIX. En ella, la cúpula dirigente está integrada por siete tipos que se reconocen entre sí con sobrenombres. Cada uno de ellos se llama como uno de los días de la semana. Al final se da cuenta de que la dirección de la organización está integrada por agentes de la Policía infiltrados.

A mí siempre me había parecido que “Ternera” era un mote excelente para un terrorista. En primer lugar, porque tiene cierto grado de abstracción y esto siempre constituye una inestimable ventaja para la clandestinidad. Uno de los inconvenientes que siempre ha padecido organizativamente ETA eran los alias de sus activistas, que estaban inspirados en los motes por los que se les conocía en sus pueblos y que, como es fácil de imaginar, eran obviamente descriptivos.

Así, llamaban “El Peque” a uno que medía 1,55; “La Gorda”, a una activista que acercaba a los 80 kilos y todo en este plan, lo que facilitaba extraordinariamente la tarea de la Policía y su acreditado poder de deducción.

En cambio, supongan ustedes que, sin otro conocimiento previo, les hablan de Josu Ternera. Por mucha capacidad metafórica que tengan los investigadores policiales, es muy difícil que vean a un terrorista como si fuese una vaquita joven.

Si seguimos en este campo semántico, podríamos bautizar a todo el ZUBA, Zuzendaritza Batzordea, si lo decimos en nuestra lengua propia, que es, como su propio nombre indica, la que peor hablamos, o Comité de Dirección si prefieren que lo diga en erdera, en la lengua extraña, allá ustedes. Podríamos tener un señor Ternera, un señor Ternura, un señor Terneza, un señor Ternasco y así sucesivamente. Esta afinidad onomástica reforzaría los lazos de unidad y la cohesión interna entre los hombres de la Dirección de ETA.

Este libro que hoy presentamos de Florencio Domínguez podría ser el primero de una colección: Josu Ternera, una vida entera, al que seguiría “Mikel Ternura, la vida es muy dura”, “Andoni Terneza, militante de una pieza” o “Joseba Ternasco, un virtuoso en el atasco”.

Claro que la división interna amenaza por doquier. Hay un capítulo perturbador en esta biografía no autorizada del líder más asentado en la historia de la organización terrorista. Se titula “La sombra de la traición”, para que vean que cuando este sujeto quiere titular como Dios manda sí tiene recursos literarios y estilísticos.

En él se transcribe una conversación que tuvo lugar entre los abogados de ETA Iñaki Esnaola y Christianne Fando, herederos espirituales de Txomin Iturbe Abasolo, el entonces secretario de Estado para la Seguridad y hoy recluso en régimen abierto, Rafael Vera Huidobro y el famoso, por tantos conceptos, comisario Ballesteros. Los interlocutores de Interior preguntan a los otros por el paradero de Ternera y, aunque estos no les dan pistas, se refieren a él con un cierto desapego que raya no pocas veces en el desparpajo.

Así, el abogado Esnaola se refiere a él con el apodo de “El Carnero”. Es verdad que no se sale con esta denominación del campo de los rumiantes, pero convendrán ustedes conmigo que no es lo mismo. La serie de nombre de guerra que podrían arrancar de un alias como “Carnero” es más soez, tiene peor prensa que la que acabo de citar hace un momento: el carnero, la cabra, el cabestro, el borrego en el caso más ‘light’ y el cabrón para el más duro.

Recuerden aquella figura insigne de la primera ETA, Javier Zumalde Romero, también llamado “El Cabra” que organizó un subgrupo de terroristas primerizos, llamado justamente “Los Cabras” y que irrumpieron en la historia del movimiento guerrillero con la grandiosa gesta de tomar Garay el día 1 de mayo de 1965, festividad de San José Artesano en el santoral franquista.

Gracias a un libro anterior de Florencio, sabemos que llegaron allí ataviados con unas capas de color verde que les había bordado con sus propias manos la mujer del jefe, una Mariana Pineda de la causa abertzale. Aquel estreno fue un happening. Cortaron la línea telefónica e hicieron un par de pintadas en la plaza del pueblo ante unos vecinos atónitos, dejaron algo de propaganda y se marcharon en auto-stop.

Hace un par de años reapareció con un parque temático sobre la historia de ETA, una exposición con la que pretendía ganarse unos duritos mediante la venta de entradas a curiosos, con la publicidad garantizada por una cadena de Televisión.

He utilizado hace un momento el calificativo “perturbador” para referirme a un capítulo titulado “La sombra de la traición” y en el mismo momento de escribirlo he empezado a darle vueltas para concluir en la trampas en que tan a menudo incurrimos al hablar del terrorismo y los terroristas. ¿Por qué había de perturbarme un adjetivo como ese aplicado a unos tipos que han hecho del crimen, la extorsión y los estragos su modo de vida? A mí, con respecto al terrorismo, me pasa desde hace ya muchos años, lo mismo que al párroco del chiste con el pecado, que no soy partidario y, pese a ello, me encuentro algunas, raras veces, atrapado por la trampa del lenguaje.

Es lo que ayer mismo les pasaba a tantos columnistas, gentes de buena fe en muchos casos, que comentaban las imágenes de los informativos de televisión de los asesinos de Miguel Blanco y se dedicaban, con muy buena fe, ya digo, a hablar de su falta de educación, cómo es posible comportarse así en una sala de Justicia. Txapote y su novia, qué falta de educación. Y no digamos ese par de energúmenos, Etxeberria y Aramburu, a los que vimos el pasado lunes arremeter a patadas contra el cristal blindado de su jaula. Estaban siendo juzgados por la colocación de un coche-bomba en un aparcamiento de Santander, pero lo que nos mostraba la televisión era a un par de tipos incívicos y gamberros, a los que cuadrarían sobremanera motes como carnero y cabestro, pongamos por caso.

Pero, volviendo al libro de Florencio, hay que decir que la cabra siempre tira al monte, dicho sea sin ánimo de señalar y no ha querido hacer caso alguna de estas pías recomendaciones que, a manera de queja, he querido plantear ante ustedes y yo me he quedado sin hacer una aportación a un libro, este último de Florencio que, por varios motivos, se me antoja un libro fundamental.

Ha escrito Oscar Beltrán de Otálora en su blog de El Correo que el autor tiene la virtud de saber ordenar los materiales de la información de que dispone, que son muchos y relevantes, de manera que construye con ellos un relato. La selección del personaje que vertebra el ensayo no es casual. Josu Urrutikoetxea, en el siglo, Ternera en el arte, lleva 38 años militando en ETA, una vida entera, no sé si me explico. La mayor parte de ellos ha ocupado puestos de dirección, en la cúpula de la banda. Florencio supo darse cuenta de que la biografía de este sujeto era una impagable pauta para contar, en segundo término, la historia de ETA, desde el preciso momento en que uno de sus militantes, Txabi Echebarrieta Ortiz, cometió fría y deliberadamente el primer asesinato de la historia de la banda (o el segundo, según se mire).

El suceso ocurrió en Villabona el 7 de junio de 1968, y la víctima fue un joven guardia civil de Tráfico llamado José Ángel Pardines Arcay. Desde entonces se han sucedido unos 840 asesinatos y en la casi totalidad de todos ellos el biografiado era militante de la banda en grado de dirigente.

Por el libro desfilan historias conocidas, otras de las que teníamos menos noticia y algunas que ignorábamos en absoluto, pero todas ellas sistematizadas con el rigor, la precisión y el adecuado tratamiento de los datos que distingue a los historiadores. Por las trescientas y pico páginas del libro van desfilando acontecimientos que ya son historia, el asesinato de Carrero Blanco, la escisión de los poli-milis y la integración en ETA militar de los comandos Bereziak.

Especialmente interesante es el capítulo III, en el que se narran los contactos internacionales, las aventuras del aparato internacional de la banda, muy especialmente, sus aventuras en Latinoamérica y su actuación como instructores remunerados (y bien remunerados) del narcoterrorismo de Pablo Escobar a cuyos sicarios enseñan a poner coches-bomba.

También se narran con idéntica pulcritud las andanzas de los etarras en Francia, la no siempre ideal colaboración de los gobiernos francés y español, la historia de las negociaciones, de Argel a Suiza, las andanzas del protagonista en las cárceles francesas, su entrega a España, sus aventuras parlamentarias y la portentosa historia de cómo el máximo dirigente de una organización terrorista fue aceptado como miembro de la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Vasco, con gran contento y complacencia de los grupos nacionalistas y esa tonta inflorescencia que responde al nombre de Izquierda Unida, uy, perdón, Ezker Batua.

Luego vino su imputación en el sumario por los doce asesinatos de la casa-cuartel de Zaragoza y su pase a la clandestinidad para ser, oficiosamente, lo que nunca dejó de ser en la realidad: el jefe operativo de una banda terrorista. Eso lo supimos después de que otro capricho de la biología política, José Luis Carod Rovira se acercó hasta Perpiñán a comerse una paella en compañía de Josu Ternera y Mikel Antza.

Este es un asunto que siempre me ha parecido interesante. Como saben ustedes, el dirigente de la Ezquerra catalana es hijo de un guardia civil aragonés. Si uno pudiera conseguir que un político como él dijese la verdad, me gustaría preguntarle qué sintió al sentarse frente al hombre que transmitió la orden de poner un coche bomba que asesinó a cinco niños, todos ellos hijos de guardias civiles, probablemente aragoneses, como su propio padre. Qué subidón de adrenalina y qué abismo para la conciencia. Qué tajo para un congreso de psicoanalistas.

Comieron paella, según cuenta Florencio. Ningún plato racial, a pesar de estar en Perpinán: escudella i carn d’olla, mongetes amb butifarra, pongamos por caso. Dado que el restaurante lo escogieron los terroristas vascos, por razones de seguridad, qué menos que una taberna vasca en la que poder degustar zurrukutuna o porrusalda, bacalao o merluza koshkera. Nada. Paella. Imaginarse a ese trío dando cuenta de un arroz con mariscos es la vía más rápida, salvando las distancias, para entender lo que quiso decir Hannah Arendt al describir al hombre que diseñó la operación final para exterminar a los judíos bajo el nazismo. Vio a Eichmann en su celda acristalada, le oyó expresarse como un contable y escribió “La banalidad del mal”.

Ternera tiene alma de cocinero. Es una de esas vocaciones desencontradas, que llevan ocasionalmente a un juez a querer ser cantante de boleros. No descartemos la posibilidad que haya algún notario que quiera triunfar escribiendo relatos pornográficos o ser campeón de “Mira quién baila”.

Un terrorista que quiere ser cocinero. No hay nada de malo en ello. La profesión de cocinero goza de mucho prestigio social en Euskadi. También en Cataluña, dos realidades nacionales de la España plural y diversa. Antza tiene veleidades de escritor, pero Ternera no parece llamado a dejar obra escrita en materia de pensamiento: lo único que ha salido de su alma y de su pluma, en sus cincuenta y cinco años de vida, es un recetario de cocina que escribió en la cárcel de Muret, con un título denotativo: Giltzapeko Sukaldaritza o, lo que es lo mismo “Cocina entre barrotes”.

Alberti, un poeta español del siglo XX, veía con más prevención el tema. En uno de sus poemas surrealistas que a mí más me gusta, “En el día de mi muerte a mano armada”, escribía:

Decidme de una vez si no fue alegre todo aquello.
Cinco por cinco no eran todavía veinticinco
Ni el alba había sospechado la negra existencia de los malos cuchillos.
Yo te juro a la luna no ser cocinero
Tú me juras a la luna no ser cocinera
El nos jura a la luna no ser siquiera el humo
de tan tristísima cocina.

Así está el tema. Aunque los terroristas viven en su permanente contradicción argumental de haber declarado una tregua permanente y hagan comunicados para hacernos saber que están dispuestos a alargarla. No es extraño. Un personaje de juegos infantiles incurre en parecida contradicción con un grito que habréis oído a vuestros hijos: “¡Hasta el infinito y más allá!”

Ahora todo es así. El presidente del Gobierno, que es el primer presidente no gubernamental de la Historia de España, se embarcó en la negociación con los terroristas después de asesorarse bien sobre quiénes habían de ser sus interlocutores. Lo cuenta en la introducción de este magnífico libro su magnífico autor. Rodríguez Zapatero hizo una pregunta necesaria: “Este Otegi y Ternera, ¿cómo son?”.

Lo que pasa, no se puede acertar en todo, es que en lugar de hacérsela a Florencio Domínguez, se la formuló, -¡Dios mío!- al lehendakari Ibarretxe. Sólo falta que se haga asesorar por Madrazo en los aspectos prácticos de la negociación y por Joseba Azkarraga en sus aspectos jurídicos.

El proceso de paz está servido. Florencio Domínguez tiene la palabra.

Santiago González, 28/6/2006